¿CUALQUIER TUMBA ES IGUAL?

¿Dónde queremos darle morada a un difunto amado: en un mausoleo, en el mar, junto a un árbol o en el espacio interplanetario?. Esta es la odisea de unas cenizas en Alemania y de unos huesos en Medellín.


Mi suegro Erhard solo mantenía en su cuenta bancaria los 3 mil euros que costaría su funeral y siempre les advirtió a sus hijos que nunca se gastaran más que eso en las exequias porque la muerte no merecía el despilfarro. El día de usar esa plata llegó. Un derrame cerebral lo fue desenchufando de a poquito hasta que expiró en la camilla de un hospital en la ciudad alemana de Bremen.

Una vez que sus signos vitales se desvanecieron, su cadáver fue enviado a un cuarto frío para que los peritos del Estado confirmaran exactamente la causa del deceso, no fuera a ser que un heredero ambicioso le hubiese adelantado la fecha de corte o que la clínica le hubiera causado la muerte por un error médico. Durante los 6 días que el cuerpo de Erhard permaneció en esa nevera tuvimos tiempo para pensar qué funeral le cabía mejor a la horma de su historia.

Mi suegro era un personaje tan apegado a su belleza que aún lidiando con una apoplejía y cargando encima el peso de 80 años hacía maniobras con la peinilla para cubrir su calva con los pocos pelos que le crecían en la periferia de la cabeza. Cuando se miraba al espejo se veía todavía como un joven largo y erguido, con dos canicas brillantes por ojos y una esbeltez tallada en la cancha de tenis.

El magnetismo de su apariencia impulsó su carrera de vendedor ocultando la falta de estudios bajo la gabardina de agente viajero. Con la sonrisa tan lustrada como los zapatos y la gracia de un ilusionista, Erhard convencía a los clientes de comprar desodorantes para pies, bombones para la tos e incluso ventanas. Así cumplió la meta social de tener casa, carro y vacaciones en la playa.

Él habría podido acumular fortuna de no ser porque su autoestima de galán lo acorraló entre mujeres y casinos exprimiendo hasta su último centavo y empeñando de paso la jubilación de su buena esposa para pagar las deudas. Con la vejez ya en la sala de recibo, se vio de pronto sin familia y sin patrimonio, pero todavía tan guapo que no le faltaron abrazos en su soledad.

Cuando sufrió el derrame, el octogenario Erhard estaba tomando champaña en la sala de Frau Klausen, una dama aún más anciana que él, con la que intercambiaba una correspondencia que bien se podría clasificar con censura 18. De tan alto calibre eran las apasionadas letras que se escribían, que uno se ruborizaba al leer la primera línea, se sorprendía al terminar el primer párrafo y se escandalizaba al terminar la carta.

Fue esa amable dama, de ojos azules como un cielo veraniego y más arrugadita que un papel empuñado, la que pidió la ambulancia, le comunicó el suceso a mi marido y se encargó de darle la noticia a la novia oficial de mi suegro llamada Elfie, quien ya había naufragado en la desmemoria del Alzheimer y quizás por eso olvidó pronto su tristeza.

La personalidad libre de Erhard nos llevó a investigar formas menos convencionales de entierro. Descubrimos que es posible conservar las cenizas bajo arrecifes de coral, esparcirlas por el aire desde una avioneta o incluso desperdigarlas por el espacio sideral convirtiendo los restos en polvo de estrellas.

Finalmente elegimos un “funeral verde”, el cual consiste en guardar las cenizas dentro de una urna hecha con materiales biodegradables y enterrarla al pie de un árbol en un idílico “bosque de paz”. En Alemania ya se han habilitado 51 extensiones de bosques como camposantos, en reemplazo de los tradicionales cementerios de hueco, ataúd y lápida que exigen arriendo, administración o el pago de un impuesto predial.


Los detalles del entierro los conoceremos esta misma tarde cuando lleguemos a Bremen. Hacia allá vamos muy rápido por carreteras que no tienen límite de velocidad tratando de ganarles tiempo a los 400 kilómetros que tendremos que recorrer desde Berlín.

Mi esposo es uno de esos hijos que, entendiendo las debilidades de su padre, se ha pasado media vida perdonando sus errores. Y mientras él conduce el carro hacia el pueblo de su infancia enganchado a los enredos de su memoria, mi mente se devuelve al lluvioso abril de 2002 en Medellín, cuando mi padre agonizante se nos escapaba de la vida no por el aneurisma recién operado sino por la bacteria que lo infectó en el hospital.

Recuerdo la fe con que mi hermana y yo le pedimos al capellán de la clínica una oración en la eucaristía por la recuperación de nuestro papá. Él escribió su nombre en una libreta con las intenciones de la misa y nosotras le agradecimos ilusionadas por la ayudita celestial. Sin embargo, cuando salíamos de su despacho nos dijo: “El estipendio es de 12 mil pesos”. Mi hermana vivía en España y yo en Brasil, ambas acabábamos de aterrizar esa mañana, ni siquiera habíamos descargado maletas, no teníamos ni un solo peso colombiano en el bolsillo. Le prometimos volver más tarde con el estipendio. Él pospuso entonces la intención para la siguiente eucaristía. Mi papá se murió antes de su misa.

Esa noche tan triste, reunidos en familia, todavía incapaces de imaginarnos la vida sin nuestro amado Sigifredo, nos vimos obligados a recibir la visita de un vendedor de servicios exequiales. El joven nos ofreció un portafolio de féretros con más referencias que cualquier catálogo de ropa interior; sacó un álbum con fotos de carrozas fúnebres estrafalarias, apenas aptas para políticos mesiánicos; nos habló de las muchachas de buen porte que encabezan el cortejo lúgubre como quien describe las modelos que salen a pasarela, y explicó con tanto detalle la importancia de ofrecer tinto, aromática y agua en la sala de velación que hasta nos dieron ganas de sumarle empanada y buñuelo al menú.

Mientras más hablábamos de lápidas y mármoles, de cintas y coronas, de carpas y paraguas, más ceros sumaba la cuenta en la calculadora. El ejecutivo nos ofreció también estampillas para los asistentes, velas de recordatorio, rosas para los deudos, pétalos de flores para lanzarle al ataúd y tantas otras fruslerías que ya al final nos dio fue risa a todos. “No se rían -dijo el hombre-, una familia paisa hipoteca hasta el salario en las ceremonias de quinces, bodas y exequias”.

Era imposible no burlarse de ese teatro del absurdo. Más aún cuando el vendedor, caminando hacia la puerta de salida con el jugoso contrato debajo del brazo, nos anunció con orgullo que su empresa obtendría pronto “el certificado de calidad del Icontec”.

Ese negocito del Icontec no sirvió para evitar los inoportunos chismorreos en la sala de velación, ni para espantar a los curiosos que levantaron la tapa del ataúd con ganas de ver la momia, ni para bajarle estridencia a la soprano en el sepelio y ni siquiera para conseguir un hueco tranquilo: la tumba de mi papá quedó vecina del panteón de Pablo Escobar, “el patrón del mal”. ¡Ese fue el compañero de viaje que le consiguieron a mi viejo!

Los buenos recuerdos quedan sepultados muy rápidamente en la memoria, mientras el dolor resucita cada vez que le viene en gana. En eso venimos pensando mi esposo y yo cuando llegamos al Bosque de Paz de Bremen, donde el resto de nuestra escasa familia alemana nos espera para dar inicio al ritual de la despedida.


 En contraste con el ceremonial de mi padre, mi suegro Erhard no tuvo velación. Aquí es normal prescindir de esa tradición cuando el finado es tan anciano que ya no tiene amigos que asistan a sus honras fúnebres. Su cuerpo fue cremado en un sencillo ataúd de madera y sus cenizas fueron depositadas en una urna hecha de arboform, adornada con una hoja de Ginkgo Biloba como símbolo de fortaleza, esperanza y larga vida.

Un guardabosques de barba canosa, uniforme verde pino y sombrero de fieltro con pluma al estilo Robin Hood sale de entre los árboles con la urna en las manos. En silencio nos vamos persiguiendo sus pasos por trochas muy agrestes bajo la penumbra de la arboleda, escuchando el silbido del viento al colarse por entre el follaje y espantando todo el tiempo zancudos chupasangre.

A diferencia de los cementerios corrientes que adornan sus campos con misteriosas gárgolas de piedra y estatuas de rostro apesadumbrado, en este bosque las esculturas en madera de gorriones, mirlos y oropéndolas representan la libertad. Aunque el lugar parece selva virgen, está claramente señalizado para facilitarles a los parientes visitar a sus muertos sin perderse en el trayecto.

El guardabosques se detiene frente a un roble alto en cuya sombra ha cavado ya un hueco. Mi esposo deposita la urna y se despide de su padre con palabras amorosas. Cada miembro del clan toma la pala, le echa tierra al pequeño foso y dice lo que honestamente le sale del alma con la tranquilidad de no tener testigos indeseados, visitantes curiosos o dolientes por compromiso. Las familias deciden si quieren acompañar el entierro con la presencia de un ministro religioso o no.

En unos cuatro años, la urna se habrá desintegrado, dejando las cenizas de mi suegro completamente mezcladas con la tierra. Pegada al tronco del árbol queda una placa de metal marcada con el nombre completo de Erhard. Así quedará durante los 99 años que dura el contrato.


 Un “sepelio verde” como este también tiene su precio. El valor de un árbol va de 700 a 6 mil euros dependiendo del tipo de madera, el grosor, la altura, la ubicación y la exclusividad. La ventaja es que no requiere cuota de mantenimiento porque el bosque mismo se preserva de forma natural. Hay que advertir que no se trata de un par de árboles adaptados dentro de un cementerio para el negocio ecológico sino de un verdadero hábitat de por lo menos 34 hectáreas.

Hasta que murió mi suegro yo nunca había pensado en mis propias exequias; sobre todo porque una madre con bebés quiere ser inmortal. Sin embargo, después de estudiar tantas alternativas de funeral, todas convertidas finalmente en una empresa lucrativa, prefiero la filosofía cantinera del dueto Ray y Lupita que tanto me gusta: “Al cabo pa’ enterrar nuestros amores, cualquier panteón es bueno, cualquier tumba es igual“.


Crónica publicada el domingo 17 de agosto de 2014 
en el suplemento Generación del periódico El Colombiano.


Por Polonia siguiendo al Papa

Quienes quieran deshacer los pasos de Juan Pablo II deben recorrer el sur de Polonia donde en medio de la guerra el nuevo santo encontró su vocación.



Pegue en su nevera el imán con el rostro del Papa para que nada falte en su despensa, tómese el café en el pocillo pontificio si quiere empezar bien el día, inspire su escritura con el bolígrafo del santo padre, protéjase de la lluvia con el paraguas papalino y atraiga la alegría llevando siempre en el bolsillo una foto de Juan Pablo sonriente.

Cada vendedor de souvenirs se las ingenia para ofrecerles a los peregrinos los llaveros, velas, cuadros, estatuas, pinturas y toda clase de recordatorios, entre los cuales el más exótico es sin duda un rosario que al ser oprimido emite la voz del Papa dando la bendición en latín. Lo paradójico es que toda esta mercancía religiosa viene de China donde el catolicismo es menos que una minoría.


El ascenso de Juan Pablo II al pedestal de los santos ha desatado una “papamanía” en Polonia, su país de origen; y particularmente en su pueblo natal llamado Wadowice. En este lugar comienza el “Tour del Papa”, la nueva ruta que las operadoras de turismo abrieron para responder a la romería.

Wadowice, donde todo empezó
En plena plaza principal, al lado de la catedral, se levanta un edificio de dos pisos donde Karol Wojtyla (padre) y su esposa Emilia rentaron un apartamento que constaba de cocina, sala y una pequeña habitación en la que nació el futuro Papa el 18 de mayo de 1920. Desde las ventanas de su hogar los Wojtyla podían ver el reloj solar en la pared de la iglesia con la inscripción: „El tiempo vuela, la eternidad espera“. En esta misma casa murió la madre cuando el niño tenía 9 años.


 Con motivo de la canonización se acaba de abrir al público la residencia totalmente restaurada y convertida en museo de reliquias. Allí encontramos desde fotografías familiares y prendas de vestir hasta el arma usada en el atentado contra el pontífice.


 Una estatua de Juan Pablo II custodia la entrada a la Basílica donde el pequeño Lolek, como era llamado en su infancia, fue bautizado, recibió la primera comunión y sirvió de monaguillo. Adentro los visitantes hacen fila para orar frente a una escultura en tamaño real del Papa en pose de confesión. Es tradición entre los penitentes dejar un rosario colgado en la pared como constancia de su peregrinaje y hay que decir que al muro no le cabe una camándula más.


 Afuera de la iglesia, en la plazoleta, es necesario mirar al suelo. Entre las losas que cubren el piso hay 129 placas conmemorativas de los países que Juan Pablo II visitó. La baldosa que recuerda el viaje papal a Colombia en 1986 está muy bien ubicada, a sólo unos metros de aquella casa natal donde Lolek vivió hasta los 18 años.


Los habitantes de Wadowice están orgullosos de tener un santo, y los pasteleros del pueblo están en gratitud eterna con él por haber hecho famosa la torta de crema que solía comer en su juventud después de salir del colegio. Ningún romero se va de aquí sin haber probado en alguna repostería la kremówka papieska, el postre papal que bendice el paladar desde el primer mordisco.


 Cracovia y la vocación
Cracovia conserva esa belleza cabizbaja de las ciudades majestuosas que han atestiguado la barbarie y el horror. Su centro histórico cuidadosamente restaurado guarda memorias de los pomposos ceremoniales monárquicos, mientras los barrios con edificios medio caídos y despintados recuerdan el genocidio de la segunda guerra mundial y los tiempos claroscuros de la guerra fría.


Hoy Cracovia es fiestera y turística, pero en el año 1938, cuando Karol Wojtyla llegó a ella para estudiar filosofía en la universidad Jagellónica, la ciudad ya respiraba el antisemitismo y el odio racial que la vecina Alemania exhalaba. Los Nazis no tardaron mucho en invadir Polonia, ocupar Cracovia y cerrar su universidad.

Wojtyla trabajó en una cantera y en una fábrica de químicos para sobrevivir, mientras de forma clandestina ingresaba al seminario y fundaba con otros amigos artistas el Teatro Rapsódico, cuya intención era mantener viva la memoria cultural de Polonia en medio de la ocupación.



Tadeusz Kwiatkowski, uno de sus amigos teatreros, escribió: „Él poseía aquello que los actores llaman el alma. Cuando actuaba, las líneas que decía lograban expresar el significado que muchas veces era difícil de entender durante la lectura. No hacía mucha vida social y solía invertir su tiempo libre estudiando y leyendo en casa“. 


Este testimonio acompaña un busto del Papa ubicado en la fábrica original de Oskar Schindler, el alemán que al inicio de la invasión nazi quería aprovechar la mano de obra barata de los judíos para la producción de utensilios de cocina y que al final de la guerra logró salvar la vida de 1.200 de sus empleados invirtiendo toda su fortuna.

En la fábrica se grabaron muchas secuencias de la película La Lista de Schindler. Desde hace cuatro años fue convertida en un museo sobre el exterminio de judíos en Cracovia. Allí en una sala se recuerda a líderes no judíos que hicieron resistencia al régimen nazi, entre ellos Karol Wojtyla.

Tras el fin de la guerra Wojtyla se ordenó como sacerdote en el Palacio Arzobispal, el lugar más emblemático para los devotos que visitan la ciudad siguiendo las huellas de Juan Pablo II. Aquí vivió como arzobispo y aquí descansaba durante sus visitas pontificias a Polonia. La multitud se aglomeraba bajo la famosa „Ventana Papal“ para esperar unas palabras suyas, un saludo o una bendición. Esa ventana fue clausurada después de su muerte y tras el vidrio se exhibe ahora una foto del Papa que es reverenciada como si él estuviera allí en carne y hueso.


 En el patio trasero del Palacio Arzobispal se levanta una estatua adornada con flores y velas ofrendadas por feligreses de todas las esquinas del mundo.  Estos mismos fieles hacen fila frente a una máquina dispensadora que por ocho Zlotys (unos 6 mil pesos colombianos) entrega una moneda conmemorativa de la canonización con la imagen dorada del santo en oración.

El tour papalino continúa por el centro histórico hasta llegar a la Catedral de Wawel, considerada el centro espiritual de Polonia. Karol Wojtyla dio allí su primera misa el 2 de noviembre de 1946, un día después de haber sido ordenado. La intención de la plegaria fue por sus padres, su hermana y su hermano ya todos muertos. En esta misma catedral se consagró como obispo, arzobispo y cardenal. A la entrada hay una escultura suya con los pies ya descoloridos por la fricción de quienes tocan y luego se santiguan.


Al caminar por Cracovia queda la sensación de encontrarse una iglesia en cada esquina. La mayoría de ellas están dedicadas a María, la madre de Jesús. El Papa era tan devoto de ella que incluyó en su escudo pontificio una letra M de color dorado. Su iglesia mariana predilecta era la imponente Basílica de Santa María, ubicada a un costado del mercado central en pleno corazón de la ciudad.


 El recorrido cracoviano termina en el centro Juan Pablo II ”No tengáis miedo” que será inaugurado en 2016 con motivo de la Jornada Mundial de la Juventud. Aunque está en construcción, ya se puede visitar el oratorio que consta de varias capillas cuyas paredes exhiben frescos, mosaicos y pinturas de Juan Pablo II.

También está abierto al público un museo donde se puede ver el mobiliario original de la habitación arzobispal de Wojtyla, la ropa deportiva que usaba para salir a esquiar y algunos regalos valiosos que recibió en sus viajes por el mundo, entre ellos dos tazones de plata obsequiados por la diócesis de Palmira y el ingenio Manuelita.


Durante los 40 años que vivió en Cracovia, Wojtyla fue obrero, actor, poeta, seminarista, obispo, arzobispo y cardenal. En 1978 se trasladó a Roma tras ser elegido Papa, pero aún así nunca olvidó su tierra y viajó a su patria nueve veces.

Auschwitz, el Gólgota moderno
Durante su tiempo como seminarista clandestino Karol Wojtyla podía ver desde la distancia el muro con forma de lápida que los nazis construyeron para hacinar a 15 mil judíos en las pocas calles que conformaban el Gueto de Cracovia. Muchos de los confinados fueron enviados al campo de concentración y exterminio de Auschwitz, donde murieron 1.100.000 personas.


 Auschwitz está a una hora de distancia en carro desde Cracovia. Es escalofriante caminar por los rieles que le dieron entrada a trenes cargados de humanos hambrientos, aterrorizados y despojados de su dignidad. Es estremecedor observar sus maletas marcadas, los zapatos de los niños asesinados, las toneladas de pelo que luego se usaría para la producción de telas. Es espeluznante pasar por la cámara de gas y ver las paredes desgarradas por los arañazos de los moribundos en la agonía de la asfixia.

Karol Wojtyla hizo muchas veces este recorrido por el memorial de Auschwitz en sus tiempos de sacerdote, y allí regresó convertido en Papa en el año 1979. Arrodillado frente al Muro de la Muerte donde eran fusilados los prisioneros oró en silencio. Juan Pablo II llamó al campo de concentración de Auschwitz “el Gólgota del mundo moderno” y en una misa manifestó: “Aquel intento de destruir de modo programado a todo un pueblo se extiende como una sombra sobre Europa y sobre el mundo entero; es un crimen que mancha para siempre la historia de la humanidad“.

Él fue el primer Papa en visitar un campo de concentración, entrar a una sinagoga, visitar el memorial del Holocausto en Israel y orar frente al Muro de los Lamentos de Jerusalén. Ningún recorrido por los orígenes de Karol Wojtyla podría terminar sin una visita a Auschwitz cuyas víctimas moldearon una actitud de diálogo interreligioso en el sacerdote que se hizo santo.

Según el santoral, los católicos habrán de venerar a Juan Pablo II cada 22 de octubre recordando el primer día de su pontificado. Los polacos han declarado esta fecha como fiesta nacional y desde ya se preparan para recibir a la romería. Algunos llegarán a peregrinar y otros a esperar milagros, pero todos encontrarán en Polonia un país hermoso que va reconstruyendo el futuro sobre los escombros de su triste historia de invasiones y exclusión.

Esta crónica fue publicada en el suplemento Generación del periódico El Colombiano, el domingo 4 de mayo de 2014.


Fiesta en Tierra de Gigantes

Las Fallas de Valencia en España abrazan la primavera con exóticos rituales de ruido y fuego protagonizados por gigantescos muñecos condenados a la hoguera como símbolo de purificación. Hay que ver para creer.



La multitud se escurría entre los callejones del centro histórico de Valencia hasta llegar a la Plaza del Ayuntamiento donde millares de espectadores invocaban con silbidos ansiosos el inicio de la función. Allí apiñadas entre el gentío Concha y yo esperábamos la gala de pirotecnia que abre las festividades de marzo llamada mascletà.

Jamás me imaginé lo que iba a ocurrir cuando la torre del reloj marcó las 2 de la tarde. Una explosión inesperada me dejó casi sorda. Luego vino otra descarga y otra y otra. Aunque el estruendo me sonaba a estallido de guerra, para el público delirante el rugido era como una sinfonía interpretada rítmicamente por petardos de gran poder, cuya melodía remataba en una detonación estremecedora llamada “terremoto”.

(Vista aérea de una mascletà)

Durante siete minutos reventaron en mis tímpanos 150 kilos de pólvora haciendo un ruido tan apocalíptico que hasta creí haber escuchado los trompetazos del juicio final. Tal vez porque crecí con miedo a los “narcobombazos” temblé y renegué de mi primera mascletà. Sin embargo, después de estar acompañando a Concha día por día a este ritual atronador aprendí a vibrar y a emocionarme como los valencianos. Para ellos, el ruido purifica el alma.

(Falleros y falleras en desfile por el centro de Valencia)

Aquí en la Costa Blanca del mar Mediterráneo el año nuevo comienza realmente con la entrada de la primavera. Marzo llega para quemar lo malo que deja el pasado y así empezar con júbilo un nuevo calendario. En este mes se confunde lo pagano y lo sagrado en las famosas Fallas, una fiestas tan exóticas, descomunales y asombrosas que cualquier relato que las describa puede parecer inverosímil.

Tierra de Gigantes

Concha Reig es mi anfitriona. A sus 70 años ha cumplido el sueño de colgarse la banda que la acredita como Fallera Mayor de su barrio, algo así como la reina que representa a su comunidad. Su papel no sólo consiste en desplegar carisma sino que se ha pasado todo el año consiguiendo patrocinios y organizando eventos para financiar la creación de su Falla.

(Concha posa orgullosamente frente a su falla)

La Falla es una obra artesanal compuesta por muñecos gigantescos, algunos tan altos como edificios de seis pisos, que describen con ironía la realidad española. Estas figuras se denominan ninots en el idioma valenciano. Junto a la falla monumental se ubica la falla infantil que representa escenas fantásticas para poner a volar la imaginación de los falleritos y perpetuar en ellos esta celebración.

(Los ninots del monumento fallero)

Por una tradición que lleva más de un siglo, las Fallas se arman sobre los cruces de calles en la noche del 15 de marzo. Concha anima a los carpinteros que con velocidad y maestría van levantando sobre el asfalto la pesada armazón de madera sobre la cual se instalará el monumento. Todos se ven concentrados porque cualquier mínimo error de montaje podría derrumbar la estructura y echar a perder el trabajo de doce meses.

A la media noche los escultores traen en camiones los gigantescos ninots y los incorporan en el maderamen con la ayuda de grúas mientras una tropa de pintores se encarga de darles a los muñecos los últimos brochazos de color brillante. Concha pasa la noche en vela repartiéndoles a los artesanos tapas de mejillones, jamón serrano, calamares y pan con tomate.


La escena queda lista al amanecer y los falleros brindan con chocolate caliente. Es costumbre despertar a los vecinos con una serenata de pasodobles interpretada por la banda musical del barrio y con un concierto de pirotecnia que incluye petardos estridentes y cohetes chillones; esos que en Colombia llamamos totes y voladores. Este alboroto en plena madrugada, sumado a la aglomeración y al caos del tráfico obliga a muchos valencianos a escapar de la ciudad.



Valencia se despierta con ¡770 Fallas! grandes e infantiles plantadas en sus vías. Enormes seres mitológicos se apoderan de las ramblas; alucinantes estatuas gigantes dominan las avenidas; caricaturas de gran tamaño se burlan del presidente español, de la canciller alemana o del yerno del Rey entre muchos otros personajes. No hay mejor paseo que caminar de calle en calle para apreciar el arte de los ninots y reírse con las escenas ocurrentes.


La Falla del barrio de Concha es alta como un poste de luz, costó 60 mil euros y aún así se considera modesta. Aunque muchos amarran el bolsillo, los falleros pudientes invierten medio millón de euros o más en monumentos opulentos que les den el honor de ganar el concurso de Fallas.  Se estima que estas fiestas son tres veces más costosas que los famosos Sanfermines de Pamplona, que la Feria de Abril de Sevilla o que cualquier otro festejo español.


Princesas sobre el adoquín

Mientras Concha en su cuarto se pone su traje de fallera, se peina y se acicala, yo la espero en la sala de su apartamento. Es un pequeño espacio muy acogedor con paredes tapizadas en papel de colgadura multicolor, floreros con rosas artificiales en las esquinas, vitrinas repletas de porcelanas, un televisor barrigón y una colección de mesitas y consolas que sostienen portarretratos con fotos de la hija que murió.

En recuerdo de esa hija, Concha se cubrirá hoy la cabeza con la misma mantilla blanca que la joven usaba y hará oración durante el evento más esperado para toda fallera: la ofrenda floral a la Virgen de los Desamparados.

(Falleros y falleras entregan su ofrenda floral a la Virgen)

La escultura de la patrona de Valencia mide 15 metros de alto.  En su parte superior conserva la cabeza de María y la figura del pequeño Jesús, pero hacia abajo no tiene cuerpo sino una tarima de madera que al cubrirse de flores le da forma al manto sagrado. Se requieren 47 mil ramos de claveles y rosas para vestir a la Virgen y se necesitan dos días para que más de 100 mil falleros puedan entregar su ramillete.

(El diseño del manto cambia cada año y se conserva como un gran secreto hasta el final)

Concha ha empezado a desfilar hacia la plaza de la Catedral junto a otras abuelas, padres con sus niños y hasta bebés en cochecitos. Las calles del casco antiguo parecen el escenario de un cuento de hadas repleto de princesas pues los trajes de las falleras tienen un estilo fastuoso con corpiño bordado en hilos dorados, falda englobada en pesadas telas de tapicería y delantal de puntillas de chantilly. 


Todas las damas llevan el cabello recogido en tres moños complicados, adornados con peinetas flor de agua brillantes, al estilo señorial de las valencianas del siglo dieciocho. Los tacones altos de moño grande que lleva Concha se atascan en el piso adoquinado, pero ni la incomodidad ni la fatiga le quitan a ella la emoción del momento. “Guapa, eres la más guapa”, le gritan los espectadores a lado y lado de la vía.


Es tanto el fervor de la ceremonia que casi todas las falleras rompen en llanto cuando entregan su ramo de flores a los pies de la Virgen. Concha rememora antiguos desfiles al lado de su hija y pasa al pie de la patrona como aturdida por la muchedumbre, como amarrada a los recuerdos.


¡A quemar la crisis!

En la víspera de San José los valencianos se desplazan hasta La Alameda para ver desde allí los sorprendentes castillos de fuegos artificiales que revientan a las 12 de la noche. La pólvora estalla ya no por kilos sino por toneladas coloreando el cielo con ráfagas de pura fantasía.

Así ha empezado el 19 de marzo: día de los carpinteros, día del padre, día final de las Fallas. En cada cuadra, sobre el pavimento, echan candela los fogones de leña sobre los cuales hierve en pailas el arroz para la tradicional paella valenciana cuya receta original exige carne de conejo, pato y pollo.

(Por tradición los hombres son quienes hacen la paella)

Al medio día la ciudad parece un campo de batalla. Cada grupo fallero explota una mascletà en su cuadra con toda la pólvora que pueda financiar el vecindario. Eso significa que simultáneamente estallan en Valencia unas 400 mascletàs haciendo un ruido del fin de los tiempos acompañado por humaredas negras que suben al cielo hasta formar nubes de ceniza como de volcán en erupción. El suelo tiembla, los turistas cierran los ojos, se tapan los oídos y brincan del sobresalto. Los falleros silban y gritan hasta quedar roncos. El alarido de las sirenas de los bomberos eleva la tensión.


Durante esta semana todo ha sido tan extremo y tan intenso que Concha siente ya la melancolía de tener que volver muy pronto a la rutina de los días. A ella le corresponde prender la mecha que incendiará el monumento fallero en un ritual llamado La Cremà.  Son ya las 11 de la noche. Los vecinos y amigos miran por última vez sus ninots antes de la hecatombe. Cada uno se sumerge en los recuerdos del año que termina implorando que los problemas se incineren con el fuego y la esperanza renazca sobre las ascuas.


La chispa carcome el lazo y avanza velozmente por la traca cargada de petardos hasta quemar los muñecos que ya han sido rociados con gasolina. Las llamas van dejando una visión fantasmagórica: rostros que se derriten, cuerpos que se calcinan, figuras altivas reducidas a brasas. La vanidad ardiente convertida en ceniza negra.

En el momento en que se desploma por fin la armazón de madera los falleros se abrazan, los niños cantan rondas y Concha aplaude con euforia mientras toda Valencia brilla bajo el fuego de centenares y centenares de fogatas.


A medida que sale el sol, la ciudad de la fantasía se va desvaneciendo entre los escobazos de los barrenderos. Los trajes principescos vuelven a los armarios, el amargor de los noticieros agudiza la resaca, el afán recupera su trono y la vida real toca a la puerta del fallero. Concha se ha sentado en el sofá de la sala, acompañada por las fotos de su hija, para bordar lentamente el vestido del próximo año. Las puntadas y la ilusión de las Fallas la mantienen viva en este tiempo de soledad.

 (Concha ha cumplido su sueño de ser fallera mayor y yo he conocido a través suyo esta mágica fiesta)