UN CONCIERTO DE CHAVELA VARGAS - Abril 2000



Que el maquillaje no apague tu risa,
Que el equipaje no lastre tus alas,
que el calendario no venga con prisas,
que el diccionario detenga las balas.
(…)
Que no te compren por menos de nada,
Que no te vendan amor sin espinas,
Que no te duerman con cuentos de hadas,
Que no te cierren el bar de la esquina… (JOAQUÍN SABINA)

Como si estuviera allí en el Zócalo, bajo ese pedazo de luna que se esconde tímido detrás de las nubes sin agua, canta Joaquín Sabina, poderoso y nomeimportista, un homenaje a Chavela Vargas. La canción número trece de su último disco suena y vuelve a sonar como preámbulo del concierto que miles de personas estamos esperando. La Chavela no canta aquí desde hace diez años y ya nos hace falta a los mexicanos y a mí escuchar esa voz que sale del escalofrío del alma y que nos hace pensar que el dolor es la condición del gozo. La primavera anuda el día con la noche de una manera lenta y paciente como preparando el escenario para la presencia de Ella. Con una puntualidad inusual en el país del que vengo y del país en el que estoy, aparece una locutora encargada de nombrar a los funcionarios que hacen posible este concierto público y gratuito (como si público y gratuito no fueran una hermandad). Son poco más de las 8:00 y Chavela Vargas camina hacia el micrófono custodiada por un grupo de músicos que de manera reverente se ubica detrás de ella.

La mayor parte del público es joven y por eso no es de esperar que sus canciones se canten a coro; sin embargo, la adolescente que está detrás de nosotros en las graderías grita ¡Chavela, “Mamita”! y le hace el dúo con respeto y desgarro. Yo la escucho, y escucho sus canciones mientras pienso en mis amores pasados y siento que cada canción está escrita para mí en algún momento de mi vida. Si habla de amor le creo, y si habla de olvido, recuerdo. Si canta de hombres ajenos, me acuerdo sin santiguarme y si habla de tristeza, corro hacia la memoria sin dejar que me duela mucho el pasado. Chavela Vargas canta “Piensa en mí” y me sorprenden unos goterones en los ojos. Me sorprenden porque hace ya casi un mes me operé la miopía y una de las consecuencias inmediatas es la imposibilidad de llorar.

La bandera mexicana ondea libre en el centro del Zócalo, como borracha por todo el licor que la Chavela se ha tomado en su vida, mientras Chavela se toma un vaso de algún líquido que, según nos asegura a los asistentes, está compuesto de miel y limón. Sea cual sea el líquido, su voz sigue fluyendo en nuestra sed de escuchar canciones que le pongan palabras a los corrientazos del pecho. Y así pasan los minutos, con los ojos puestos en el escenario, en la pantalla gigante y en la proyección íntima de nuestra historia a la que nos obligan las letras que canta.

Sus manos amplias emergen de la ruana negra y roja para describir sin palabras las mezquindades de los hombres y las mujeres en los asuntos del amor. Ellas vuelan con los sonidos de una voz que se hace más potente con los años y que parece destinada a cruzar los siglos en el afán de relatar las contradicciones del afecto. El concierto se acaba y nos resistimos a perderla tras las cortinas negras y gritamos “otra, otra”. Chavela no se hace rogar y aparece ahora acompañada por Mariachis y nos canta “Me cansé de rogarle…” para recordarnos con sencillez que va siempre un paso adelante de nuestras expectativas. Y el concierto se vuelve a acabar y gritamos “Chavela, Chavela”. Carlos Monsiváis se para frente al micrófono y nos cuenta cómo sería la descripción de Chavela Vargas en un diccionario moderno de la Real Academia del Amor. Chavela vuelve a salir para darnos su último regalo: un par de canciones y una advertencia: “Todo es posible… Les aseguro que todo en esta vida es posible. A ustedes los jóvenes los amo y les dejo como herencia mi Libertad”.