¿Dónde queremos darle
morada a un difunto amado: en un mausoleo, en el mar, junto a un árbol o en el
espacio interplanetario?. Esta es la odisea de unas cenizas en Alemania y de
unos huesos en Medellín.
Mi suegro Erhard solo mantenía en su cuenta bancaria
los 3 mil euros que costaría su funeral y siempre les advirtió a sus hijos que
nunca se gastaran más que eso en las exequias porque la muerte no merecía el
despilfarro. El día de usar esa plata llegó. Un derrame cerebral lo fue
desenchufando de a poquito hasta que expiró en la camilla de un hospital en la
ciudad alemana de Bremen.
Una vez que sus signos vitales se desvanecieron, su cadáver
fue enviado a un cuarto frío para que los peritos del Estado confirmaran
exactamente la causa del deceso, no fuera a ser que un heredero ambicioso le
hubiese adelantado la fecha de corte o que la clínica le hubiera causado la
muerte por un error médico. Durante los 6 días que el cuerpo de Erhard
permaneció en esa nevera tuvimos tiempo para pensar qué funeral le cabía mejor
a la horma de su historia.
Mi suegro era un personaje tan apegado a su belleza
que aún lidiando con una apoplejía y cargando encima el peso de 80 años hacía
maniobras con la peinilla para cubrir su calva con los pocos pelos que le
crecían en la periferia de la cabeza. Cuando se miraba al espejo se veía
todavía como un joven largo y erguido, con dos canicas brillantes por ojos y
una esbeltez tallada en la cancha de tenis.
El magnetismo de su apariencia impulsó su carrera de
vendedor ocultando la falta de estudios bajo la gabardina de agente viajero. Con
la sonrisa tan lustrada como los zapatos y la gracia de un ilusionista, Erhard
convencía a los clientes de comprar desodorantes para pies, bombones para la
tos e incluso ventanas. Así cumplió la meta social de tener casa, carro y
vacaciones en la playa.
Él habría podido acumular fortuna de no ser porque
su autoestima de galán lo acorraló entre mujeres y casinos exprimiendo hasta su
último centavo y empeñando de paso la jubilación de su buena esposa para pagar
las deudas. Con la vejez ya en la sala de recibo, se vio de pronto sin familia
y sin patrimonio, pero todavía tan guapo que no le faltaron abrazos en su
soledad.
Cuando sufrió el derrame, el octogenario Erhard
estaba tomando champaña en la sala de Frau Klausen, una dama aún más anciana
que él, con la que intercambiaba una correspondencia que bien se podría clasificar
con censura 18. De tan alto calibre eran las apasionadas letras que se
escribían, que uno se ruborizaba al leer la primera línea, se sorprendía al
terminar el primer párrafo y se escandalizaba al terminar la carta.
Fue esa amable dama, de ojos azules como un cielo
veraniego y más arrugadita que un papel empuñado, la que pidió la ambulancia, le
comunicó el suceso a mi marido y se encargó de darle la noticia a la novia
oficial de mi suegro llamada Elfie, quien ya había naufragado en la desmemoria
del Alzheimer y quizás por eso olvidó pronto su tristeza.
La personalidad libre de Erhard nos llevó a
investigar formas menos convencionales de entierro. Descubrimos que es posible
conservar las cenizas bajo arrecifes de coral, esparcirlas por el aire desde
una avioneta o incluso desperdigarlas por el espacio sideral convirtiendo los
restos en polvo de estrellas.
Finalmente elegimos un “funeral verde”, el cual
consiste en guardar las cenizas dentro de una urna hecha con materiales
biodegradables y enterrarla al pie de un árbol en un idílico “bosque de paz”. En
Alemania ya se han habilitado 51 extensiones de bosques como camposantos, en
reemplazo de los tradicionales cementerios de hueco, ataúd y lápida que exigen
arriendo, administración o el pago de un impuesto predial.
Los detalles del entierro los conoceremos esta misma
tarde cuando lleguemos a Bremen. Hacia allá vamos muy rápido por carreteras que
no tienen límite de velocidad tratando de ganarles tiempo a los 400 kilómetros
que tendremos que recorrer desde Berlín.
Mi esposo es uno de esos hijos que, entendiendo las
debilidades de su padre, se ha pasado media vida perdonando sus errores. Y mientras
él conduce el carro hacia el pueblo de su infancia enganchado a los enredos de
su memoria, mi mente se devuelve al lluvioso abril de 2002 en Medellín, cuando
mi padre agonizante se nos escapaba de la vida no por el aneurisma recién
operado sino por la bacteria que lo infectó en el hospital.
Recuerdo la fe con que mi hermana y yo le pedimos al
capellán de la clínica una oración en la eucaristía por la recuperación de
nuestro papá. Él escribió su nombre en una libreta con las intenciones de la
misa y nosotras le agradecimos ilusionadas por la ayudita celestial. Sin
embargo, cuando salíamos de su despacho nos dijo: “El estipendio es de 12 mil
pesos”. Mi hermana vivía en España y yo en Brasil, ambas acabábamos de
aterrizar esa mañana, ni siquiera habíamos descargado maletas, no teníamos ni
un solo peso colombiano en el bolsillo. Le prometimos volver más tarde con el
estipendio. Él pospuso entonces la intención para la siguiente eucaristía. Mi
papá se murió antes de su misa.
Esa noche tan triste, reunidos en familia, todavía
incapaces de imaginarnos la vida sin nuestro amado Sigifredo, nos vimos
obligados a recibir la visita de un vendedor de servicios exequiales. El joven nos
ofreció un portafolio de féretros con más referencias que cualquier catálogo de
ropa interior; sacó un álbum con fotos de carrozas fúnebres estrafalarias,
apenas aptas para políticos mesiánicos; nos habló de las muchachas de buen
porte que encabezan el cortejo lúgubre como quien describe las modelos que
salen a pasarela, y explicó con tanto detalle la importancia de ofrecer tinto,
aromática y agua en la sala de velación que hasta nos dieron ganas de sumarle
empanada y buñuelo al menú.
Mientras más hablábamos de lápidas y mármoles, de
cintas y coronas, de carpas y paraguas, más ceros sumaba la cuenta en la
calculadora. El ejecutivo nos ofreció también estampillas para los asistentes,
velas de recordatorio, rosas para los deudos, pétalos de flores para lanzarle
al ataúd y tantas otras fruslerías que ya al final nos dio fue risa a todos.
“No se rían -dijo el hombre-, una familia paisa hipoteca hasta el salario en
las ceremonias de quinces, bodas y exequias”.
Era imposible no burlarse de ese teatro del absurdo.
Más aún cuando el vendedor, caminando hacia la puerta de salida con el jugoso
contrato debajo del brazo, nos anunció con orgullo que su empresa obtendría
pronto “el certificado de calidad del Icontec”.
Ese negocito del Icontec no sirvió para evitar los inoportunos
chismorreos en la sala de velación, ni para espantar a los curiosos que
levantaron la tapa del ataúd con ganas de ver la momia, ni para bajarle
estridencia a la soprano en el sepelio y ni siquiera para conseguir un hueco
tranquilo: la tumba de mi papá quedó vecina del panteón de Pablo Escobar, “el
patrón del mal”. ¡Ese fue el compañero de viaje que le consiguieron a mi viejo!
Los buenos recuerdos quedan sepultados muy
rápidamente en la memoria, mientras el dolor resucita cada vez que le viene en
gana. En eso venimos pensando mi esposo y yo cuando llegamos al Bosque de Paz
de Bremen, donde el resto de nuestra escasa familia alemana nos espera para dar
inicio al ritual de la despedida.
Un guardabosques de barba canosa, uniforme verde
pino y sombrero de fieltro con pluma al estilo Robin Hood sale de entre los
árboles con la urna en las manos. En
silencio nos vamos persiguiendo sus pasos por trochas muy agrestes bajo la
penumbra de la arboleda, escuchando el silbido del viento al colarse por entre
el follaje y espantando todo el tiempo zancudos chupasangre.
A
diferencia de los cementerios corrientes que adornan sus campos con misteriosas
gárgolas de piedra y estatuas de rostro apesadumbrado, en este bosque las
esculturas en madera de gorriones, mirlos y oropéndolas representan la
libertad. Aunque el lugar parece selva virgen, está claramente señalizado para
facilitarles a los parientes visitar a sus muertos sin perderse en el trayecto.
El
guardabosques se detiene frente a un roble alto en cuya sombra ha cavado ya un
hueco. Mi esposo deposita la urna y se despide de su padre con palabras
amorosas. Cada miembro del clan toma la pala, le echa tierra al pequeño foso y
dice lo que honestamente le sale del alma con la tranquilidad de no tener
testigos indeseados, visitantes curiosos o dolientes por compromiso. Las familias deciden si quieren
acompañar el entierro con la presencia de un ministro religioso o no.
En unos cuatro años, la urna se habrá desintegrado,
dejando las cenizas de mi suegro completamente mezcladas con la tierra. Pegada al tronco del árbol queda una placa de metal marcada con
el nombre completo de Erhard. Así quedará durante los 99 años que dura el
contrato.
Hasta
que murió mi suegro yo nunca había pensado en mis propias exequias; sobre todo
porque una madre con bebés quiere ser inmortal. Sin embargo, después de
estudiar tantas alternativas de funeral, todas convertidas finalmente en una
empresa lucrativa, prefiero la filosofía cantinera del dueto Ray y Lupita que
tanto me gusta: “Al cabo pa’ enterrar nuestros amores, cualquier panteón
es bueno, cualquier tumba es igual“.
Crónica publicada el domingo 17 de agosto de 2014
en el suplemento Generación del periódico El Colombiano.
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