Un encuentro con Sándor Marai

De Eslovaquia a Hungría, de Kosice a Budapest, un recorrido por el universo literario de mi admirado Sándor Márai

Busto de Márai en Budapest
 Voy en un tren que corre el velo de la historia en su marcha por Eslovaquia. Desde la ventana se ven pasar los fósiles del régimen soviético: torres de vigilancia abandonadas, fábricas en ruinas con letreros en ruso y los típicos „Paneláky“: unos gigantescos edificios cuadriculados con ventanas liliputienses donde miles de familias viven empacadas bajo el concepto de vivienda popular. Me asusta pensar que la ciudad a la que voy haya sido invadida por estas moles de hormigón.

Mi destino es Kosice, una urbe levantada al pie de los montes Cárpatos en la frontera con Ucrania. Allí nació mi admirado escritor Sándor Márai, un hombre que por venir al mundo en pleno año 1900 se aseguró las maldiciones del siglo XX: fue perseguido por los Nazis, fue proscrito por los soviéticos y murió en el exilio meses antes de que cayera el Muro de Berlín, sin ver cómo su amada Hungría recuperaba la soberanía.

Hay autores que nos arrastran con ellos y nos obligan a perseguirlos. La obra de Sándor Márai escudriña la condición humana de una forma tan profunda que después de leer sus diarios y novelas no queda otra alternativa que correr a buscar la historia del hombre detrás del teclado. Fue así como terminé montada en este tren con rumbo a las dos ciudades que inspiran su literatura.

Mi viaje terminará en Budapest, donde el más eminente conocedor de Sándor Márai en el mundo ha prometido mostrarme un gran tesoro que él conserva bajo estricta vigilancia y que sólo les revela a los más intensos seguidores de Márai. Por la ilusión de ver ese tesoro bien vale la pena sumergirse en las entrañas de la Europa del Este.

Kosice y la nostalgia

Kosice a comienzos del siglo XX
Kosice a comienzos del siglo XXI
A medida que el tren entra en la estación una cuadrilla de mujeres corre por la plataforma con pañuelos blancos en las manos para saludar a las personas que llegan. Entre ellas está mi anfitriona, Anna Hein, una joven que apenas empezaba la primaria cuando cayó la cortina de hierro y sólo recuerda de esa época que todas las familias tenían muebles iguales.

Mientras la escucho hablar en inglés pienso que la segunda lengua delata cuál potencia mundial se impone en un país. Los abuelos de Kosice aprendieron a hablar alemán por ser el idioma del imperio austrohúngaro, los hijos estudiaron ruso según el mandato de Stalin y ahora en tiempos del capitalismo los nietos hacen cursos de inglés.

A comienzos del siglo XX Kosice le pertenecía al reino de Hungría, desde los años veinte quedó fundida en Checoslovaquia y así permaneció durante la ocupación rusa hasta que en la década del 90 quedó adscrita a la naciente república de Eslovaquia.

Anna me conduce por el centro histórico perfectamente restaurado para llegar a la casa natal de Sándor Márai. Él era el hijo mayor de una familia burguesa comandada por el influyente abogado Géza Grosschmid, un hombre respetado por todos, pero amado por pocos según relata el escritor.
Sándor y sus hermanos Géza, Gabor y Kató
Era tal la autoridad del padre que cuando Sándor y su hermano Géza decidieron seguir profesiones artísticas él se opuso a que usaran el nombre de la familia para hacer el ridículo. Sándor dejó el apellido Grosschmid y adoptó el Márai desde los 18 años mientras su hermano empezó una exitosa carrera como cineasta con el nombre de Géza von Radványi.
Anna me lleva ahora a una plazoleta coronada por dos sillas. En una de ellas está sentado Sándor Márai con las piernas cruzadas y el gesto circunspecto, como si estuviera haciendo una pausa en ese hablar sosegado y reflexivo que recuerdan sus contertulios. En la otra silla se sientan los visitantes para conversar con el escritor y darle sentido a esta escultura llamada Diálogo.
Me acerco a unos jóvenes que pasan comiendo helado y les pregunto por el personaje de la escultura. No saben quién es. Les pido entonces que me digan el nombre de su paisano más célebre y mencionan sin tibubeos a George Voytka, el bisabuelo paterno de Angelina Jolie.  De verdad les enorgullece que la diva tenga ancestros de Kosice.
„Es lógico que no conozcan a Márai -me dice Anna- porque apenas hace siete años se tradujo por primera vez una obra suya del húngaro al eslovaco. Tan sólo ahora estamos descubriendo de qué gran escritor nos había privado el sistema“.
Mi anfitriona Anna Hein en la escultura "Diálogo"
En una de las casas que habitaron los Grosschmid funciona un pequeño museo en honor a Sándor Márai. Su directora, Flóra Ondová, confiesa que antes de tomar este trabajo pensaba que Márai era un autor para círculos estrechos, pero luego de recibir a tantos extranjeros comprobó que las traducciones de su obra a más de 50 idiomas han ido dejando una estela de seguidores apasionados.
 Uno de esos visitantes fue el mismísimo Otto de Habsburgo, quien habría sido rey de haberse mantenido la monarquía austrohúngara. El noble se sentía tan identificado con la obra de Sándor Márai que visitó Kosice para sentir la atmósfera de sus novelas. Flora abre el libro de visitas y me muestra su firma monumental de letras grandes como un dedo meñique y caligrafía propia de un monarca.

Flora Ondová dirige la sala de la Memoria de Sándor Márai

 Mi recorrido termina en la hermosa plaza principal. Es irónico que en su corazón haya clavada una valla de Coca Cola, como ocurre en casi todas las ciudades exsocialistas. Justamente bajo un letrero de esta marca opera el restaurante Carpano, ubicado en el mismo local donde hace cien años Márai conoció a Ilona Matzer „Lola“, la mujer de su vida, la esposa que lo acompañó durante 63 años.

El casco antiguo de Kosice encarna la nostalgia de un mundo burgués que ya no existe mientras su periferia plagada de „Paneláky“ representa la manera soviética de entender la igualdad. Este contraste histórico resulta tan interesante que la ciudad ha sido elegida „Capital Europea de la Cultura 2013“ y será el epicentro de un homenaje internacional a Sándor Márai. Aquí espero volver.

De Budapest al exilio

Budapest a lado y lado del Danubio

Separadas por el río Danubio están Buda y Pest, dos ciudades unidas en matrimonio por conveniencias históricas. Buda, de tradición aristócrata, es como un burgués venido a menos que aún en la carestía conserva la costumbre de trinchar con cubiertos de plata. Pest, de arraigo popular, es como una mujer con el rostro agrietado y la sonrisa interrumpida, pero con la apariencia de haber sido una dama muy bella.

Después de vivir en Alemania y en Francia, Sándor Márai regresó a Hungría en 1928 y se ancló a Budapest durante los 20 años más prolijos de su carrera literaria. Aquí escribió unas 4 mil piezas periodísticas y publicó sus libros más aclamados, entre ellos el relato autobigráfico Confesiones de un burgués y la novela El último encuentro que en este mes de junio celebra los 70 años de su primera edición.
Su residencia de la calle Mikó en Buda estaba protegida por doce árboles de castaña de los que hoy en día sólo queda uno. En ese mismo lugar funciona ahora una agencia de viajes donde ninguno de los vendedores ha leído a Márai, a pesar de que al lado hay un busto solitario con su nombre. Nadie da información sobre él en las oficinas de turismo, su nombre no aparece en las guías de viajes y sus libros escasean en las anticuarias. Es como si Budapest se empeñara en ignorarlo.
Residencia de Sándor Márai en Budapest
Por comentarios en voz baja de libreros que entrevisté descubrí que Sándor Márai sigue siendo indeseable para los nostálgicos del viejo régimen aun cuando Hungría se libró del Kremlin hace más de dos décadas. Sin embargo, entre tanta indiferencia, hay un hombre que ha dedicado media vida a recuperar la memoria de Sándor Márai.  Se llama Tibor Mészaros, trabaja en el Museo Petöfi de Literatura y me ha concedido una cita.
Para no quedar mal con este señor tan erudito investigué cómo nombrar correctamente a Sándor Márai. Aprendí que en húngaro el apellido va antes que el nombre, que el acento está en la primera sílaba, que la erre vibra como la cuerda de una guitarra y que el idioma es cantarín. Su nombre se pronuncia entonces: Máaarai Sháaandorr.
El encuentro tiene lugar en el palacio Károly, una joya de la arquitectura neoclásica de Pest. Como es propio de la gente muy sabia, el señor Mészaros no se hace esperar, me da la mano con un apretón digno de nuestra complicidad literaria y empieza a hablar de Sándor Marai con el respeto que se le debe a un maestro.
Tíbor Mészaros, el más erudito conocedor de la vida y obra de Márai
El éxito que Márai consiguió en Budapest estuvo atado a la tragedia. En 1939, justamente cuando empezó la II Guerra Mundial, su bebé Kristóf murió de hemorragia interna a las siete semanas de nacido y su esposa de ascendencia judía se vio en riesgo por el apoyo de Hungría al proyecto Nazi.
Márai escribía abiertamente en contra de Hitler sin amedrentarse por las amenazas del partido fascista de la Cruz Flechada. Su casa fue destruida, y aún así no se silenció. Él pensaba que morir escribiendo sería una bella forma de darle fin a todo.
Los rusos vencieron a los alemanes, pero doblegaron a los húngaros bajo un sistema represivo en el que muchos autores se vieron obligados escribir poemas sobre Stalin para sobrevivir. Como Sándor Márai se negó a ser un títere del régimen sus obras fueron censuradas por su espíritu burgués. El escritor resolvió salir del país con un argumento claro: „No hay libertad sin derechos, y no hay vida sin libertad“.
El 31 de agosto de 1948 Márai cruzó la puerta de migración con su esposa y su hijo adoptivo Janos. Un oficial le pidió su pasaporte y le preguntó: „Usted es un escritor de la izquierda con ideas liberales. Ahora hay un 95 por ciento de todo lo que usted deseaba, entonces ¿por qué se va?“ Y él respondió: „Debido justamente a ese 5 por ciento“.

El tesoro mejor guardado

Sándor Márai
Todas estas historias me las cuenta Tibor Mészaros con el entusiasmo de un predicador. Él descubrió a Sándor Márai -cuando aún era prohibido leerlo- gracias a que un profesor de confianza le prestó en secreto Confesiones de un burgués con la advertencia de hacerle perder el semestre si no le devolvía el libro.
Desde esa primera lectura Mészaros se consagró a completar la más extensa biografía que se haya escrito sobre el autor. Al ver la pasión de este joven investigador, la editorial de Toronto que conserva los derechos sobre la obra de Márai le envió al museo Petöfi 22 cajas con los objetos personales del escritor.
Tíbor Mészaros tuvo el honor de abrir caja por caja y confiesa que lloró de emoción cuando cayó en cuenta de que todo este legado había sido meticulosamente empacado por el propio y metódico Sándor Márai. En ellas había manuscritos, grabaciones, correspondencia, fotografías; los únicos objetos que él conservó en su casa de San Diego, California, adonde se había mudado con su esposa al cumplir 80 años.
La década del ochenta llegó saturada de funerales: murieron sus dos hermanos, su hermana, su amada Lola y su hijo adoptivo. Anticipándole el jaque mate a un cáncer, en un tablero de juego arrasado y solitario, Márai se disparó en el atardecer del 21 de febrero de 1989. Sus cenizas fueron esparcidas por el océano Pacífico.
Los objetos personales de Sándor Márai
El señor Mészaros me conduce finalmente al salón donde está el tesoro, y lo que veo cierra con broche de oro esta peregrinación literaria: allí están el sombrero de fieltro verde, la inseparable pipa, la billetera de cuero, la navaja suiza y la pluma que tradujo en palabras el caudal imaginativo de Sándor Márai. Reviso con emoción sus diarios corregidos a mano que son el legado de 44 años de exilio. Miro con paciencia más de cien fotos familiares tratando de encontrar un instante de una sonrisa en el rostro de Sándor Márai, pero no lo hallo.

Los diarios de Márai corregidos a mano por él mismo

Entre todas estas reliquias, el objeto que más que conmueve es su pasaporte, el único documento capaz de atestiguar que ese hombre errante y sin terruño era un ciudadano húngaro. En la última página del librillo, después de pasar por los sellos de residencia de Italia, Suiza y Estados Unidos, se conserva una hoja de árbol de castaña que evoca su vida en la calle Mikó, la nostalgia de su patria, la añoranza de su lengua.

Una hoja de árbol de castaña en el pasaporte. La nostalgia de Hungría

De acuerdo con la última voluntad de Márai sus libros sólo se publicarían de nuevo en Hungría cuando las fuerzas de ocupación rusas hubiesen abandonado el país. Hoy, 23 años después de su muerte y del derrumbe de la Unión Soviética, su obra ha vuelto a la vida conquistando lectores en más de 200 países. Quien lee a Sándor Márai corre el peligro de quedar engarzado entre sus letras y terminar vagando por las calles de Budapest a la caza de su fantasma; un riesgo que se compensa al descubrir el tesoro literario mejor guardado del siglo XX.


Publicado en el periódico El Colombiano el 29 de julio de 2012



Aventura por La Alpujarra española

¿Existirá algún parecido entre la comarca española de La Alpujarra y el edificio administrativo del poder regional que lleva su nombre en Antioquia? 

La Alpujarra de Granada, España

Con mis bolsillos más saqueados que tesorería de pueblo, el monedero más vacío que tragamonedas de cantina y una billetera con más fajos de estampitas bendecidas que de billetes mundanos, le hice la venia al espíritu de la crisis económica que tiene a España prendiendo velas y conjurando milagros.

Tan empeñadas como yo, allí en la terminal de buses de Granada, en pleno corazón de Andalucía, unas peregrinas agitaban alcancías en forma de maraca requiriendo donativos. Yo había sumado ahorros para viajar al pueblito de Trevélez donde recogería a un ahijado. Ellas pedían contribución para financiarse el transporte hasta el santuario de la Virgen del Martirio, esperanzadas en el poder de la plegaria para espantar el desempleo.

Con curiosidad les pregunté qué región tan atormentada era esa que tenía por patrona a una virgen de nombre tan triste, y ellas me respondieron que se trataba de una comarca de montañas y valles llamada La Alpujarra.

Más tardaron en mencionar La Alpujarra que mi memoria en recordar esa gigantesca mole de concreto que se erige en mi natal Antioquia como centro administrativo: una construcción tan gris que encaja sin esfuerzo en los claroscuros de la política, una arquitectura tan pesada como la monotonía de la burocracia, una obra tan enorme como la ambición del poder.


La Alpujarra de Medellín, Colombia

¿Ir a La Alpujarra para visitar a la Señora del Martirio? -hablé en voz alta para hacerme oír de las penitentes-. Pues ya bastante martirio he tenido en la otra Alpujarra al hacer filas de una mañana para hacer un trámite, esperar por horas a que un funcionario me atienda o perseguir por días a un diputado para que oiga una queja comunitaria.

¿Y, además, qué tiene qué ver la Alpujarra andaluza con el edificio de gobierno en Antioquia? Aunque ya celebramos el bicentenario de la Independencia, los constructores colombianos se empeñan en seguirnos colonizando al bautizar sus edificios, comercios y hasta oficinas públicas con nombres de provincias españolas para vendernos la ilusión de nobleza, alcurnia y linaje.

Al oír mi alegato, una de las peregrinas sacó un mapa de España, señaló la comunidad autónoma de Andalucía y allí mismo a La Alpujarra. Menuda sorpresa me llevé cuando observé que el pueblecillo de Trevélez adonde iba por mi ahijado quedaba justamente en esta región. Sin más sermones emprendí mi viaje.


Entre abismos y trovadores

 El ascenso en bus a La Alpujarra no es apto para enfermos cardiacos. La carretera rompe las montañas en forma de estría y rasga las cumbres en zigzag hasta llegar a tramos tan altos y estrechos que apenas cabe un carro por la calzada y es obligatorio pitar en cada curva para evitar el choque del que sube con el que baja.
Por la ventanilla se ven precipicios sin fondo y despeñaderos atiborrados de cruces sepulcrales con inscripciones tan ocurrentes como: “Tened precaución mientras no se invente el coche volador”.

En el bamboleo de la travesía una dama mareada grita: “una bolsa, una bolsa”, y ese grito, de repente, me hace sentir como si estuviera en la flota Sonsón-Argelia, al pie de los abismos de Heliconia o en la temible llegada al Alto de Ventanas. Por primera vez encuentro similitud entre un rincón español y una esquina antioqueña.

Aquí casi todos los hombres se llaman Paco y las mujeres María. Paco se llama también el conductor del bus que nos anuncia una parada alimenticia en Órgiva, la capital comarcal, famosa por los dos tipos de peregrinos que la frecuentan: los que desfilan en las procesiones del Santo Cristo de la Expiración y los que hacen romería para visitar el cortijo donde vive desde hace un cuarto de siglo el fundador de la legendaria banda Génesis, Chris Stewart.

No es extraño que un músico de su talla se refugie aquí porque además de que abundan los guitarreros y cantaores, sobrevive la tradición del “trovo alpujarreño”, un duelo entre dos juglares repentistas dotados con el don de la rima, provistos con instrumentos de cuerdas y capaces de retar al rival con estrofas de cinco versos llamadas quintillas.


Trovadores de La Alpujarra granadina

Sin duda alguna, el trovo alpujarreño es hermano de la trova antioqueña, aunque el primero suene a flamenco y la segunda, a parrandera; aunque el primero sea lírico y la segunda, picaresca. La emoción del público local cuando ovaciona una buena rima o abuchea una mala copla se asemeja al arrebato que despierta en Antioquia el verso juguetón de Minisigüí o la trova aguda del gran Pucheros.

La diferencia es que el trovador alpujarreño goza de tanto reconocimiento como portador de cultura, que al recién fallecido maestro Miguel Candiota se le honró con escultura en el pueblo de Vícar y se bendijo con su nombre un colegio en Las Norias. Ya quisieran las escuelitas en mi tierra llevar el apelativo de los célebres Gelatina o Crispeta como tributo al arte popular, en lugar del nombre y apellido de algún político ególatra.

Mi paso por Órgiva remata con tenedor y cuchillo en pie de guerra frente a un batallón de longaniza, papas a lo pobre y migas de pastor, dignas de tanto elogio como una buena bandeja paisa, y con la cuchara sumergida en un cocido alpujarreño del mismo aspecto y gustillo que nuestro tradicional sancocho.

El niño Lama de la Alpujarra

Continúo el trayecto en bus por La Alpujarra con la expectativa de recoger a ese ahijado mío que creció entre estas montañas adornadas con más de cien aldeas todas pintadas de blanco, agarradas como garrapatas a los barrancos, desiertas en la modorra del mediodía y pobladas de jubilados que se resignan al éxodo de sus familias por la falta de trabajo. Pueblos curtidos que hierven una vez al año en las fiestas de su santo.

Pasamos por Bubión, una villa empinada a tal altura que la belleza del paisaje y la profundidad del panorama sirven como masaje para los ojos. Sólo un lugar tan exuberante podría originar la increíble y verdadera historia de Osel, el niño Lama de la Alpujarra, el personaje vivo más famoso de la comarca.




Osel Hita Torres es el quinto hijo de María y Paco, una pareja convertida al budismo que impulsó en Bubión la construcción de un centro de meditación. Su nacimiento coincidió con la muerte de un Lama o maestro muy apreciado en España, por lo cual se pensó que el pequeño Osel podía ser su reencarnación. El niño fue enviado al Himalaya indio para acreditar su dignidad entre otros postulantes, y al cabo de varias pruebas el mismísimo Dalai Lama lo reconoció como “el elegido”.

En 1987, cuando apenas contaba con dos años de edad, Osel inició una nueva vida bajo reglas monásticas, rodeado de tutores que lo adiestraban, de asistentes que lo reverenciaban y de otros niños reencarnados que fueron creciendo con él.

Sin embargo, en sus viajes de reencuentro con su madre en Europa se deslumbró con el cine, descubrió el rock, añoró su familia y enfrentó una contradicción personal que lo impulsó a abandonar su vida de monje y salir de Asia cuando alcanzó la mayoría de edad. Cambió la túnica naranja por un jean y el puntiagudo sombrero amarillo de la sabiduría por una melena de artista. Hoy, a sus 25 años, se declara agnóstico y estudia para ser cineasta.


Osel Hita Torres en la actualidad

En Bubión, donde se originó esta historia, al igual que en toda la comarca, la religión es como un cincel que ha moldeado el carácter del alpujarreño. Ahora conviven sin problema cristianos, budistas y musulmanes, pero en el pasado, cuando los árabes perdieron la Península Ibérica tras ocho siglos de dominación y los monarcas católicos se empeñaban en expulsarlos o convertirlos, se libraron guerras brutales que en la actualidad, de forma contradictoria, se recuerdan cada verano con las alegres fiestas de moros y cristianos.

Del árabe heredamos la palabra Alpujarra traducida por los lugareños como “tierra indomable, rencillera, pendenciera”.

Al encuentro del ahijado


Llego por fin a Trevélez para el encuentro con mi ahijado Federico Guillermo I, marqués de Pueblorrico, conde de Cañasgordas y káiser de Copacabana. Así lo nombré al conocer su abolengo por las referencias que me dio su apoderada Maria Cara.

Trevélez es como un nidito blanco escondido entre las montañas de La Alpujarra, que debe su fama al honor de ser el pueblo más alto de toda España; su orgullo, a su majestuosa Sierra Nevada; y su prestigio, al sabroso jamón que se cura naturalmente en su despensa.

Sus perniles son de tan alta estirpe y prosapia que hace más de un siglo la reina Isabel II los requirió para sus viandas concediéndoles el sello real y la noble granadina Eugenia de Montijo consorte de Napoleón III los introdujo en el menú de la corte imperial de Francia.

Ese es pues el linaje de mi ahijado, adobado cariñosamente por Maria, una mujer de hablar apasionado como buena andaluza, de trato afectuoso como típica alpujarreña y de cuentas claras como la experta jamonera que es. 

Su proyecto “apadrina un jamón” hace furor en Andalucía porque ha logrado atraer el turismo e impulsar el empleo en plenos tiempos de crisis con una estrategia creativa que consiste en enviarles a los padrinos fotos y reportes de sus jamones durante los 18 meses de curación, así como videos sobre la hermosa región donde se conservan para que el padrino valore el proceso y de paso se enamore de La Alpujarra.


María Cara

Maria me entrega a mi tierno ahijado Federico Guillermo, me echo su porcina alcurnia al hombro y emprendo el regreso con él a cuestas. Esta región verde y vivaracha me recuerda a mi querida Antioquia con sus pueblos colgados en las montañas, su música popular, su herencia rezandera, su gente amable y su gusto por el chancho -que en España se cura y consume en lonchas, y allá se frita en forma de chicharrón con patas-.

Sin embargo, atestiguo que este paisaje diáfano poco se parece a ese conjunto de edificios opacos donde se cuece el poder político regional. La única similitud que encuentro entre la Alpujarra andaluza y la antioqueña es que pocos entran sin un padrino y ningún padrino sale sin su ahijado.

FIN