¿Existirá algún parecido entre la comarca española de La Alpujarra y el edificio administrativo del poder regional que lleva su nombre en Antioquia?
Con mis bolsillos más saqueados que tesorería de pueblo,
el monedero más vacío que tragamonedas de cantina y una billetera con más fajos
de estampitas bendecidas que de billetes mundanos, le hice la venia al espíritu
de la crisis económica que tiene a España prendiendo velas y conjurando
milagros.
Tan empeñadas como yo, allí en la terminal de buses de
Granada, en pleno corazón de Andalucía, unas peregrinas agitaban alcancías en
forma de maraca requiriendo donativos. Yo había sumado ahorros para viajar al
pueblito de Trevélez donde recogería a un ahijado. Ellas pedían contribución
para financiarse el transporte hasta el santuario de la Virgen del Martirio,
esperanzadas en el poder de la plegaria para espantar el desempleo.
Con curiosidad les pregunté qué región tan atormentada era
esa que tenía por patrona a una virgen de nombre tan triste, y ellas me
respondieron que se trataba de una comarca de montañas y valles llamada La
Alpujarra.
Más
tardaron en mencionar La Alpujarra que mi memoria en recordar esa gigantesca
mole de concreto que se erige en mi natal Antioquia como centro administrativo:
una construcción tan gris que encaja sin esfuerzo en los claroscuros de la
política, una arquitectura tan pesada como la monotonía de la burocracia, una
obra tan enorme como la ambición del poder.
La Alpujarra de Medellín, Colombia |
¿Ir a
La Alpujarra para visitar a la Señora del Martirio? -hablé en voz alta para
hacerme oír de las penitentes-. Pues ya bastante martirio he tenido en la otra
Alpujarra al hacer filas de una mañana para hacer un trámite, esperar por horas
a que un funcionario me atienda o perseguir por días a un diputado para que
oiga una queja comunitaria.
¿Y,
además, qué tiene qué ver la Alpujarra andaluza con el edificio de gobierno en
Antioquia? Aunque ya celebramos el bicentenario de la Independencia, los
constructores colombianos se empeñan en seguirnos colonizando al bautizar sus
edificios, comercios y hasta oficinas públicas con nombres de provincias
españolas para vendernos la ilusión de nobleza, alcurnia y linaje.
Al oír
mi alegato, una de las peregrinas sacó un mapa de España, señaló la comunidad
autónoma de Andalucía y allí mismo a La Alpujarra. Menuda sorpresa me llevé
cuando observé que el pueblecillo de Trevélez adonde iba por mi ahijado quedaba
justamente en esta región. Sin más sermones emprendí mi viaje.
Entre abismos y trovadores
El ascenso en bus a La Alpujarra no es apto para enfermos
cardiacos. La carretera rompe las montañas en forma de estría y rasga las
cumbres en zigzag hasta llegar a tramos tan altos y estrechos que apenas cabe
un carro por la calzada y es obligatorio pitar en cada curva para evitar el
choque del que sube con el que baja.
Por la ventanilla se ven precipicios sin fondo y
despeñaderos atiborrados de cruces sepulcrales con inscripciones tan ocurrentes
como: “Tened precaución mientras no se invente el coche volador”.
En el
bamboleo de la travesía una dama mareada grita: “una bolsa, una bolsa”, y ese
grito, de repente, me hace sentir como si estuviera en la flota Sonsón-Argelia,
al pie de los abismos de Heliconia o en la temible llegada al Alto de Ventanas.
Por primera vez encuentro similitud entre un rincón español y una esquina
antioqueña.
Aquí
casi todos los hombres se llaman Paco y las mujeres María. Paco se llama
también el conductor del bus que nos anuncia una parada alimenticia en Órgiva,
la capital comarcal, famosa por los dos tipos de peregrinos que la frecuentan:
los que desfilan en las procesiones del Santo Cristo de la Expiración y los que
hacen romería para visitar el cortijo donde vive desde hace un cuarto de siglo
el fundador de la legendaria banda Génesis, Chris Stewart.
No es
extraño que un músico de su talla se refugie aquí porque además de que abundan
los guitarreros y cantaores, sobrevive la tradición del “trovo alpujarreño”, un
duelo entre dos juglares repentistas dotados con el don de la rima, provistos
con instrumentos de cuerdas y capaces de retar al rival con estrofas de cinco
versos llamadas quintillas.
Trovadores de La Alpujarra granadina |
Sin
duda alguna, el trovo alpujarreño es hermano de la trova antioqueña, aunque el
primero suene a flamenco y la segunda, a parrandera; aunque el primero sea
lírico y la segunda, picaresca. La emoción del público local cuando ovaciona
una buena rima o abuchea una mala copla se asemeja al arrebato que despierta en
Antioquia el verso juguetón de Minisigüí
o la trova aguda del gran Pucheros.
La
diferencia es que el trovador alpujarreño goza de tanto reconocimiento como
portador de cultura, que al recién fallecido maestro Miguel Candiota se le honró con escultura en el
pueblo de Vícar y se bendijo con su nombre un colegio en Las Norias. Ya quisieran
las escuelitas en mi tierra llevar el apelativo de los célebres Gelatina o Crispeta como tributo al arte popular, en lugar del nombre y
apellido de algún político ególatra.
Mi paso por Órgiva remata con tenedor y cuchillo en pie de
guerra frente a un batallón de longaniza, papas a lo pobre y migas de pastor, dignas de tanto elogio como
una buena bandeja paisa, y con la cuchara sumergida en un cocido alpujarreño
del mismo aspecto y gustillo que nuestro tradicional sancocho.
El niño Lama de la Alpujarra
Continúo
el trayecto en bus por La Alpujarra con la expectativa de recoger a ese ahijado
mío que creció entre estas montañas adornadas con más de cien aldeas todas
pintadas de blanco, agarradas como garrapatas a los barrancos, desiertas en la
modorra del mediodía y pobladas de jubilados que se resignan al éxodo de sus
familias por la falta de trabajo. Pueblos curtidos que hierven una vez al año
en las fiestas de su santo.
Pasamos
por Bubión, una villa empinada a tal altura que la belleza del paisaje y la
profundidad del panorama sirven como masaje para los ojos. Sólo un lugar tan
exuberante podría originar la increíble y verdadera historia de Osel, el niño
Lama de la Alpujarra, el personaje vivo más famoso de la comarca.
Osel
Hita Torres es el quinto hijo de María y Paco, una pareja convertida al budismo
que impulsó en Bubión la construcción de un centro de meditación. Su nacimiento
coincidió con la muerte de un Lama o maestro muy apreciado en España, por lo
cual se pensó que el pequeño Osel podía ser su reencarnación. El niño fue
enviado al Himalaya indio para acreditar su dignidad entre otros postulantes, y
al cabo de varias pruebas el mismísimo Dalai Lama lo reconoció como “el
elegido”.
En
1987, cuando apenas contaba con dos años de edad, Osel inició una nueva vida
bajo reglas monásticas, rodeado de tutores que lo adiestraban, de asistentes
que lo reverenciaban y de otros niños reencarnados que fueron creciendo con él.
Sin
embargo, en sus viajes de reencuentro con su madre en Europa se deslumbró con
el cine, descubrió el rock, añoró su familia y enfrentó una contradicción
personal que lo impulsó a abandonar su vida de monje y salir de Asia cuando
alcanzó la mayoría de edad. Cambió la túnica naranja por un jean y el puntiagudo
sombrero amarillo de la sabiduría por una melena de artista. Hoy, a sus 25
años, se declara agnóstico y estudia para ser cineasta.
Osel Hita Torres en la actualidad |
En
Bubión, donde se originó esta historia, al igual que en toda la comarca, la
religión es como un cincel que ha moldeado el carácter del alpujarreño. Ahora
conviven sin problema cristianos, budistas y musulmanes, pero en el pasado,
cuando los árabes perdieron la Península Ibérica tras ocho siglos de dominación
y los monarcas católicos se empeñaban en expulsarlos o convertirlos, se
libraron guerras brutales que en la actualidad, de forma contradictoria, se
recuerdan cada verano con las alegres fiestas de moros y cristianos.
Del
árabe heredamos la palabra Alpujarra traducida por los lugareños como “tierra
indomable, rencillera, pendenciera”.
Llego por fin a Trevélez para el encuentro con
mi ahijado Federico Guillermo I, marqués de Pueblorrico, conde de Cañasgordas y
káiser de Copacabana. Así lo nombré al conocer su abolengo por las referencias
que me dio su apoderada Maria Cara.
Trevélez es como un nidito blanco escondido entre las montañas de La Alpujarra, que debe su
fama al honor de ser el pueblo más alto de toda España; su orgullo, a su
majestuosa Sierra Nevada; y su prestigio, al sabroso jamón que se cura naturalmente
en su despensa.
Sus
perniles son de tan alta estirpe y prosapia que hace más de un siglo la reina
Isabel II los requirió para sus viandas concediéndoles el sello real y la noble
granadina Eugenia de Montijo consorte de Napoleón III los introdujo en el menú
de la corte imperial de Francia.
Ese es
pues el linaje de mi ahijado, adobado cariñosamente por Maria, una mujer de hablar
apasionado como buena andaluza, de trato afectuoso como típica alpujarreña y de
cuentas claras como la experta jamonera que es.
Su proyecto “apadrina un jamón” hace furor en
Andalucía porque ha logrado atraer el turismo e impulsar el empleo en plenos
tiempos de crisis con una estrategia creativa que consiste en enviarles a los
padrinos fotos y reportes de sus jamones durante los 18 meses de curación, así
como videos sobre la hermosa región donde se conservan para que el padrino
valore el proceso y de paso se enamore de La Alpujarra.
María Cara |
Maria me entrega a mi tierno ahijado
Federico Guillermo, me echo su porcina alcurnia al hombro y emprendo el regreso
con él a cuestas. Esta región verde y
vivaracha me recuerda a mi querida Antioquia con sus pueblos colgados en las
montañas, su música popular, su herencia rezandera, su gente amable y su gusto
por el chancho -que en España se cura y consume en lonchas, y allá se frita en
forma de chicharrón con patas-.
Sin embargo, atestiguo que este paisaje diáfano poco se parece a ese conjunto de edificios opacos donde se cuece el poder político regional. La única similitud que encuentro entre la Alpujarra andaluza y la antioqueña es que pocos entran sin un padrino y ningún padrino sale sin su ahijado.
FIN
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