50 años después de su muerte Pedro Infante sigue sumando devociones
(Pedrito canta Ella en la película El Gavilán Pollero, mira el video antes de leer la crónica)
La vida del profesional consiste en coleccionar pergaminos, cartones y carnés. Los primeros certifican el estatus, los segundos dan fe de las miles de horas invertidas en recibir capacitaciones casi siempre inútiles, y los terceros nos convierten en un código de barras que aseguran que hacemos parte de algo. De ese portafolio de cartulinas y retazos de pasta hay un documento que aprecio por encima de todos: el papelito plastificado que me acredita como socia del Club de Admiradores de Pedro Infante, fundado en México en 1953.
Pedro Infante se instaló en mi vida como herencia de su seguidor más devoto: mi papá. Sigifredo Marín era un hombre de campo, dichararachero, aventurero y enamorado que cambió el azadón por el cine. Cuando estaba en su adolescencia, en plena década del cuarenta, asistió a la proyección de una película mexicana en el parque de Pueblorrico, programada por un gamonal interesado en atraer simpatías hacia su partido político. A Sigifredo de la filiación política no le quedó nada, pero todas esas imágenes de charros guapos, divas ariscas, serenatas, cabalgatas y peleas, envueltas en un guión de melodrama, cambiaron su vida.
Se empezó a robar los huevos de la gallina de la abuela para financiar los viajes hasta Jericó, donde ya había proyecciones permanentes de cine. Luego se convirtió en el lazarillo de un tullidito (así llamaba él a don Juan sin piernas) que le pagaba la boleta de entrada al teatro siempre y cuando lo cargara en una silleta durante toda la semana. Finalmente decidió ser empresario y compró una máquina de proyección, que transportaba a lomo de mula por las montañas de Antioquia, para llevar el cine de pueblo en pueblo.
Pero escogió una mala época para comenzar su negocio. Era el final de la década del cuarenta. La violencia política encerraba a la gente en sus casas y el temor dejaba sin público las proyecciones de cine. Su experiencia como proyeccionista itinerante era entonces una curva de bonanza y bancarrota.
Por eso mi papá nunca olvidaría el día en que estrenó Nosotros los Pobres. En esa época estaba tan “líchigo” que no le alcanzaba ni para tomarse un agua de toronjil en las fondas, y pasaba días enteros a punta de sirope -una mezcla de miel de panela con escencia de rosa y canela-. Tuvo que empeñar su radio; alquiló un traje en la sastrería del “Pobre Luis” para la noche de gala; dejó el reloj de pulso en la distribuidora como prenda de garantía para llevarse la película; se alzó al hombro doce rollos de cinta que pesaban 36 kilos, y se abrió camino hasta uno de los municipios más prósperos por ese entonces: Amalfi.
Instaló su máquina en el patio de la Alcaldía, y entre los troncos de dos árboles amarró un telón rectangular, curtido y lleno de remiendos. Al caer la noche había 200 personas sentadas esperando la función y una turbamulta empujaba el portón para intentar entrar. A las 7 de la noche, el sonido de la máquina opacó el barullo de los espectadores, las primeras imágenes distrajeron a los enamorados y apareció en la pantalla el ídolo de México: Pedro Infante.
Pedro hacía el papel de un carpintero guapo y vivaracho al que ni siquiera la miseria le había arrebatado la esperanza. Su personaje, Pepe el Toro, sufre la muerte de su madre paralítica, la deshonra de una traición, la tristeza de una hermana prostituta, la ira de una hija que descubre que es adoptada, la calamidad de la pobreza y hasta una temporada en la cárcel por un crimen que no cometió. En medio de tanta tragedia, Pepe saca fuerzas para arrancarle suspiros al público con su interpretación de “amorcito corazón”, un tema romántico de Manuel Esperón y Pedro de Urdimalas, compuesto especialmente para esta historia.
La película fue todo un fenómeno. En México tuvo el récord como cinta más taquillera hasta la década del noventa; en Antioquia creó una devoción por Pedro Infante; y a mi papá no sólo le espantó el hambre sino que le permitió ahorrar un capital para comprarse unas máquinas más sofisticadas.
La influencia del Mil Amores
Las penurias de este carpintero humilde y honrado continuaron en Ustedes los Ricos y Pepe el Toro. La segunda película de la trilogía es un hito de aquel cine de arrabal que contaba las historias de los barrios marginales de la ciudad de México. En la escena más dramática Pepe entra a su casa que está en llamas para rescatar a su hijo "el Torito", pero lo encuentra incinerado en un rincón. Lo cubre con una manta y desahoga su tristeza en un ataque histérico de carcajadas y lágrimas que aún hoy conmueve a las nuevas generaciones de mexicanos que ven las películas de Infante por televisión.
Según contaba Sigifredo, cada noche había que sacar por lo menos a tres personas de la sala por asfixia, desmayo o porque su llanto adolorido no dejaba concentrar a los demás en la película. Las ganancias que reportó esta trilogía no quedaron sólo en los bolsillos del proyeccionista: los alcaldes de los pueblos exigieron más participación por las utilidades, las casas de caridad recibieron una contribución más generosa para los huérfanos de la violencia y los curas consiguieron un diezmo más nutrido para las reparaciones de los templos.
La influencia del Mil Amores
Las penurias de este carpintero humilde y honrado continuaron en Ustedes los Ricos y Pepe el Toro. La segunda película de la trilogía es un hito de aquel cine de arrabal que contaba las historias de los barrios marginales de la ciudad de México. En la escena más dramática Pepe entra a su casa que está en llamas para rescatar a su hijo "el Torito", pero lo encuentra incinerado en un rincón. Lo cubre con una manta y desahoga su tristeza en un ataque histérico de carcajadas y lágrimas que aún hoy conmueve a las nuevas generaciones de mexicanos que ven las películas de Infante por televisión.
Según contaba Sigifredo, cada noche había que sacar por lo menos a tres personas de la sala por asfixia, desmayo o porque su llanto adolorido no dejaba concentrar a los demás en la película. Las ganancias que reportó esta trilogía no quedaron sólo en los bolsillos del proyeccionista: los alcaldes de los pueblos exigieron más participación por las utilidades, las casas de caridad recibieron una contribución más generosa para los huérfanos de la violencia y los curas consiguieron un diezmo más nutrido para las reparaciones de los templos.
Los sacerdotes de los pueblos por los que anduvo Sigifredo con su entable del cine eran implacables con las películas de las llamadas “rumberas” y con las escenas de amor que protagonizara María Félix. La tijera censuradora de la Iglesia dejaba tan recortadas las películas que, a decir de los proyeccionistas, “la cinta quedaba como una camándula”. Por el contrario, las historias de Pedro Infante eran por lo general recomendadas para el mantenimiento de las buenas costumbres . Sólo una saga compuesta por La oveja negra y No desearás la mujer de tu hijo mereció peroratas alarmistas desde el púlpito, con tan mala suerte para las ligas de la moral que la gente acudió de forma masiva a las funciones. El pulpitazo era la mejor publicidad: “cómo será de buena la película si el cura anda diciendo que es mala”.
La gente se identificaba con Pedro Infante por esa imagen de hombre sencillo que no sólo protagonizaba dramas campesinos y comedias rancheras sino también historias urbanas de amor y dolor. En sus 61 películas, filmadas en 14 años de vida artística, demostró cualidades para interpretar a un casto sacerdote y a un ranchero enamorado; a un campesino revolucionario y a un policía motorizado; a un cantante lírico y a un vagabundo trovador; a un desempleado y a un aristócrata; a un chofer, a un mecánico y hasta a un indígena oaxaqueño, por mencionar sólo algunos de sus papeles.
Muchos jóvenes aprendieron de Pedro una forma particular de desabrochar los sentimientos con la música. La serenata era el instrumento para despertar un amor, para congraciarse con la novia engañada, para expresarle el desprecio a la mujer traicionera y para pedirle perdón a la madre sufrida. Por su parte, el concierto de despecho en la cantina servía para ahogar las penas en tequila, para vengar un desprecio en los brazos de otra güerita o para que un mariachi sentimental disuadiera al amante herido de hallar el olvido “al estilo Jalisco”.
Los muchachos de los pueblos aprendieron de este galán una forma de conquista que consistía en mostrar indiferencia para luego arrebatar besos sin mucho esfuerzo. El método parecía efectivo no sólo en la ficción sino también en la vida real. Pedro Infante se ganó la fama de “el mil amores” y “el gavilán pollero” por sus cuatro romances extramatrimoniales y otras relaciones furtivas que le dieron cinco hijas, tres hijos y una amenaza de excomunión.
La carrera de Pedro estuvo ligada a la visión del productor, guionista y director de cine Ismael Rodríguez quien, con la paciencia de los grandes maestros, supo arrancarle el carisma y la gracia a ese muchacho norteño que sin estudio, sin garbo y sin fortuna llegó a la capital mexicana a esquivar el anonimato.
Pedro Infante fue nominado cuatro veces al premio Ariel que entrega la Academia Mexicana de Artes y Ciencias Cinematográficas, y ganó en la cuarta postulación por su papel en La vida no vale nada. En 1957 compitió con Henry Fonda por el Oso de Plata como mejor actor en el Festival de Cine de Berlín, y se llevó la estatuilla por su interpretación del indio Tizoc. Pero le faltó vida para recibir este galardón.
De ídolo a Leyenda
Pedro Infante murió en un accidente aéreo el 15 de abril de 1957, a la edad de 39 años. Desde entonces, y como un homenaje a su ídolo, mi papá le prometió que no volvería a montar en avión, pero que intentaría hacer al menos una peregrinación a su tumba; sin embargo, los compromisos de la vida y las limitaciones de la edad le empezaron a embolatar el sueño de pagar su deuda de gratitud. Entonces decidí prestarle mis ojos para que cumpliera su promesa y organicé una gira con cámara de video al hombro por aquellos lugares donde su querido Pedro nació, creció, triunfó y murió.
En Mazatlán, a unas cuadras de la playa, hay una casa que siempre está de puertas abiertas para el visitante. La placa conmemorativa indica que allí nació Pedro Infante el 18 de noviembre de 1917. En una sala humilde con paredes pintadas de verde hospital se exhiben unas fotografías ya desteñidas del hijo más ilustre de este hogar. La dueña de casa mantiene una colección de cuadernos que guardan las firmas de los más de 20 mil admiradores que han pasado por allí.
Siguiendo la carretera de Sinaloa que conduce a la frontera con los Estados Unidos se llega a Guamúchil, un pueblo caliente y desértico que conserva el orgullo de haber visto crecer a Pedro Infante. Allí Pedro se aficionó a la música; aprendió a tocar la batería, la guitarra y el violín bajo la orientación de don Delfino, su papá; creó con sus amigos la orquesta La Rabia, compuesta además por el carnicero, el peluquero y el maestro del pueblo; y empezó a educar una voz que le dejaría 325 canciones al patrimonio musical de México.
En el otro extremo del país, sobre la tierra fértil de la región yucateca, se encuentra la ciudad de Mérida donde se estrelló el avión que copiloteaba Pedro Infante. En la casa que se reconstruyó sobre el lugar del accidente vive María Remigia García.
Esta anciana recibe a los visitantes con un poema de su propia autoría que narra con detalles el trágico episodio donde murió su Pedrito. Le ha leído este texto a más de tres mil peregrinos y nunca ha terminado la lectura sin una pausa para llorar.
El amor por Pedro Infante se siente en cada una de las personas que custodian con cariño los lugares donde este hombre dejó una huella. No cobran nada, no piden nada, sólo agradecen que la gente todavía honre su memoria. Esa admiración se manifiesta de forma multitudinaria cada 15 de abril en el Panteón Jardín de México D.F. donde reposan los restos del artista. En esa fecha se reúnen de manera espontánea mariachis, bandas, tríos y personas de todas las edades que cantan frente a su tumba las canciones que dejó como legado. Llegan unas dos mil personas -aunque a veces son más según el aniversario- y cada una lleva en la mano una flor y una fotografía del actor. Nunca he visto una devoción tan genuina y, sobre todo, tan persistente.
La grabación de esta ruta -ambientada con aventura, tequila y canción- me ayudó a cumplir la promesa que le hizo a Pedro Infante uno de sus seguidores más leales: Sigifredo Marín; ese proyeccionista obstinado que no contento con coleccionar las películas de su Pedrito, conservar su música y recordarlo a diario se fue a hacerle compañía en otro accidentado mes de abril.
Crónica Publicada en el suplemento generación del periódico El Colombiano
MIS FAVORITAS DE PEDRO
Cuando lloran los valientes (1945)
Director: Ismael Rodríguez
Pedro encarna los ideales de la revolución mexicana en un personaje trágico que antepone la lucha por la libertad al amor. El elenco incluye a Blanca Estela Pavón, Víctor Manuel Mendoza y al niño Joaquín Roche “El Pinolillo”.
Nosotros los pobres (1947)
Director: Ismael Rodríguez
La película que consolida a Pedro Infante como ídolo popular de México. Es una de sus primeras historias con tema urbano. Comparte la pantalla con Blanca Estela Pavón, Evita Muñoz “Chachita” y el extraordinario villano Miguel Inclán.
Los Tres Huastecos (1948)
Director: Ismael Rodríguez
Pedro encarna a tres hermanos separados por su oficio: uno es cura, otro es capitán del ejército y el tercero es un ranchero pendenciero. Divertida participación de Maria Eugenia Llamas “La Tusita” y de Fernando Soto “Mantequilla”.
Ustedes los ricos (1948)
Director: Ismael Rodríguez
Hito del melodrama que continúa la historia de Nosotros los pobres. Pedro Infante hace de nuevo hace el papel de carpintero pobre junto a “La Chorriada” Blanca Estela Pavón. El bolero ranchero “amorcito corazón” alcanza por fin el éxito.
A toda máquina (1951)
Director: Isamel Rodríguez
El díptico conformado por A.T.M. y ¿Qué te ha dado esa mujer? convierte a Pedro Infante y a Luis Aguilar en miembros del Escuadrón Acrobático de la Policía Motorizada que ven amenazada su amistad por el amor de una mujer.
Dos tipos de cuidado (1952)
Director: Ismael Rodríguez
Sólo un genio como Rodríguez fue capaz de juntar en una misma película a los dos artistas más grandes de la época de oro del cine mexicano: Pedro Infante y Jorge Negrete. Esta comedia de equívocos es una verdadera joya de colección. Me encanta.
1 comentario:
La de tizoc?
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