Las Fallas de Valencia en España abrazan la primavera con exóticos rituales de ruido y fuego protagonizados por gigantescos muñecos condenados a la hoguera como símbolo de purificación. Hay que ver para creer.
La
multitud se escurría entre los callejones del centro histórico de Valencia
hasta llegar a la Plaza del Ayuntamiento donde millares de espectadores
invocaban con silbidos ansiosos el inicio de la función. Allí apiñadas entre el
gentío Concha y yo esperábamos la gala de pirotecnia que abre las festividades
de marzo llamada mascletà.
Jamás me imaginé lo que iba a ocurrir cuando la torre del reloj marcó las 2 de la tarde. Una explosión inesperada me dejó casi sorda. Luego vino otra descarga y otra y otra. Aunque el estruendo me sonaba a estallido de guerra, para el público delirante el rugido era como una sinfonía interpretada rítmicamente por petardos de gran poder, cuya melodía remataba en una detonación estremecedora llamada “terremoto”.
(Vista aérea de una mascletà)
Durante
siete minutos reventaron en mis tímpanos 150 kilos de pólvora haciendo un ruido
tan apocalíptico que hasta creí haber escuchado los trompetazos del juicio
final. Tal vez porque crecí con miedo a los “narcobombazos” temblé y renegué de
mi primera mascletà. Sin embargo, después
de estar acompañando a Concha día por día a este ritual atronador aprendí a
vibrar y a emocionarme como los valencianos. Para ellos, el ruido purifica el
alma.
(Falleros y falleras en desfile por el centro de Valencia)
Aquí
en la Costa Blanca del mar Mediterráneo el año nuevo comienza realmente con la entrada
de la primavera. Marzo llega para quemar lo malo que deja el pasado y así empezar
con júbilo un nuevo calendario. En este mes se confunde lo pagano y lo sagrado
en las famosas Fallas, una fiestas tan exóticas, descomunales y asombrosas que
cualquier relato que las describa puede parecer inverosímil.
Tierra de Gigantes
Concha
Reig es mi anfitriona. A sus 70 años ha cumplido el sueño de colgarse la banda
que la acredita como Fallera Mayor de su barrio, algo así como la reina que
representa a su comunidad. Su papel no sólo consiste en desplegar carisma sino
que se ha pasado todo el año consiguiendo patrocinios y organizando eventos
para financiar la creación de su Falla.
(Concha posa orgullosamente frente a su falla)
La
Falla es una obra artesanal compuesta por muñecos gigantescos, algunos tan
altos como edificios de seis pisos, que describen con ironía la realidad
española. Estas figuras se denominan ninots
en el idioma valenciano. Junto a la falla monumental se ubica la falla
infantil que representa escenas fantásticas para poner a volar la imaginación
de los falleritos y perpetuar en ellos esta celebración.
(Los ninots del monumento fallero)
Por
una tradición que lleva más de un siglo, las Fallas se arman sobre los cruces
de calles en la noche del 15 de marzo. Concha anima a los carpinteros que con
velocidad y maestría van levantando sobre el asfalto la pesada armazón de
madera sobre la cual se instalará el monumento. Todos se ven concentrados porque
cualquier mínimo error de montaje podría derrumbar la estructura y echar a
perder el trabajo de doce meses.
A la media noche los escultores traen en camiones los gigantescos ninots y los incorporan en el maderamen con la ayuda de grúas mientras una tropa de pintores se encarga de darles a los muñecos los últimos brochazos de color brillante. Concha pasa la noche en vela repartiéndoles a los artesanos tapas de mejillones, jamón serrano, calamares y pan con tomate.
La
escena queda lista al amanecer y los falleros brindan con chocolate caliente. Es
costumbre despertar a los vecinos con una serenata de pasodobles interpretada
por la banda musical del barrio y con un concierto de pirotecnia que incluye
petardos estridentes y cohetes chillones; esos que en Colombia llamamos totes y
voladores. Este alboroto en plena madrugada, sumado a la aglomeración y al caos
del tráfico obliga a muchos valencianos a escapar de la ciudad.
Valencia
se despierta con ¡770 Fallas! grandes e infantiles plantadas en sus vías.
Enormes seres mitológicos se apoderan de las ramblas; alucinantes estatuas
gigantes dominan las avenidas; caricaturas de gran tamaño se burlan del
presidente español, de la canciller alemana o del yerno del Rey entre muchos
otros personajes. No hay mejor paseo que caminar de calle en calle para
apreciar el arte de los ninots y
reírse con las escenas ocurrentes.
La
Falla del barrio de Concha es alta como un poste de luz, costó 60 mil euros y
aún así se considera modesta. Aunque muchos amarran el bolsillo, los falleros
pudientes invierten medio millón de euros o más en monumentos opulentos que les
den el honor de ganar el concurso de Fallas. Se estima que estas fiestas son tres veces más costosas que
los famosos Sanfermines de Pamplona, que la Feria de Abril de Sevilla o que
cualquier otro festejo español.
Princesas sobre el adoquín
Mientras
Concha en su cuarto se pone su traje de fallera, se peina y se acicala, yo la
espero en la sala de su apartamento. Es un pequeño espacio muy acogedor con
paredes tapizadas en papel de colgadura multicolor, floreros con rosas
artificiales en las esquinas, vitrinas repletas de porcelanas, un televisor
barrigón y una colección de mesitas y consolas que sostienen portarretratos con
fotos de la hija que murió.
En
recuerdo de esa hija, Concha se cubrirá hoy la cabeza con la misma mantilla
blanca que la joven usaba y hará oración durante el evento más esperado para
toda fallera: la ofrenda floral a la Virgen de los Desamparados.
(Falleros y falleras entregan su ofrenda floral a la Virgen)
La
escultura de la patrona de Valencia mide 15 metros de alto. En su parte superior conserva la cabeza
de María y la figura del pequeño Jesús, pero hacia abajo no tiene cuerpo sino
una tarima de madera que al cubrirse de flores le da forma al manto sagrado. Se
requieren 47 mil ramos de claveles y rosas para vestir a la Virgen y se
necesitan dos días para que más de 100 mil falleros puedan entregar su
ramillete.
(El diseño del manto cambia cada año y se conserva como un gran secreto hasta el final)
Concha
ha empezado a desfilar hacia la plaza de la Catedral junto a otras abuelas,
padres con sus niños y hasta bebés en cochecitos. Las calles del casco antiguo
parecen el escenario de un cuento de hadas repleto de princesas pues los trajes
de las falleras tienen un estilo fastuoso con corpiño bordado en hilos dorados,
falda englobada en pesadas telas de tapicería y delantal de puntillas de
chantilly.
Todas
las damas llevan el cabello recogido en tres moños complicados, adornados con
peinetas flor de agua brillantes, al
estilo señorial de las valencianas del siglo dieciocho. Los tacones altos de
moño grande que lleva Concha se atascan en el piso adoquinado, pero ni la
incomodidad ni la fatiga le quitan a ella la emoción del momento. “Guapa, eres
la más guapa”, le gritan los espectadores a lado y lado de la vía.
Es
tanto el fervor de la ceremonia que casi todas las falleras rompen en llanto
cuando entregan su ramo de flores a los pies de la Virgen. Concha rememora antiguos
desfiles al lado de su hija y pasa al pie de la patrona como aturdida por la
muchedumbre, como amarrada a los recuerdos.
¡A quemar la crisis!
En
la víspera de San José los valencianos se desplazan hasta La Alameda para ver
desde allí los sorprendentes castillos de fuegos artificiales que revientan a
las 12 de la noche. La pólvora estalla ya no por kilos sino por toneladas
coloreando el cielo con ráfagas de pura fantasía.
Así
ha empezado el 19 de marzo: día de los carpinteros, día del padre, día final de
las Fallas. En cada cuadra, sobre el pavimento, echan candela los fogones de
leña sobre los cuales hierve en pailas el arroz para la tradicional paella
valenciana cuya receta original exige carne de conejo, pato y pollo.
(Por tradición los hombres son quienes hacen la paella)
Al
medio día la ciudad parece un campo de batalla. Cada grupo fallero explota una mascletà en su cuadra con toda la
pólvora que pueda financiar el vecindario. Eso significa que simultáneamente
estallan en Valencia unas 400 mascletàs
haciendo un ruido del fin de los tiempos acompañado por humaredas negras que
suben al cielo hasta formar nubes de ceniza como de volcán en erupción. El
suelo tiembla, los turistas cierran los ojos, se tapan los oídos y brincan del
sobresalto. Los falleros silban y gritan hasta quedar roncos. El alarido de las
sirenas de los bomberos eleva la tensión.
Durante
esta semana todo ha sido tan extremo y tan intenso que Concha siente ya la
melancolía de tener que volver muy pronto a la rutina de los días. A ella le
corresponde prender la mecha que incendiará el monumento fallero en un ritual
llamado La Cremà. Son ya las 11 de la noche. Los vecinos
y amigos miran por última vez sus ninots
antes de la hecatombe. Cada uno se sumerge en los recuerdos del año que termina
implorando que los problemas se incineren con el fuego y la esperanza renazca
sobre las ascuas.
La
chispa carcome el lazo y avanza velozmente por la traca cargada de petardos
hasta quemar los muñecos que ya han sido rociados con gasolina. Las llamas van
dejando una visión fantasmagórica: rostros que se derriten, cuerpos que se
calcinan, figuras altivas reducidas a brasas. La vanidad ardiente convertida en
ceniza negra.
En
el momento en que se desploma por fin la armazón de madera los falleros se
abrazan, los niños cantan rondas y Concha aplaude con euforia mientras toda
Valencia brilla bajo el fuego de centenares y centenares de fogatas.
A
medida que sale el sol, la ciudad de la fantasía se va desvaneciendo entre los
escobazos de los barrenderos. Los trajes principescos vuelven a los armarios,
el amargor de los noticieros agudiza la resaca, el afán recupera su trono y la
vida real toca a la puerta del fallero. Concha se ha sentado en el sofá de la
sala, acompañada por las fotos de su hija, para bordar lentamente el vestido
del próximo año. Las puntadas y la ilusión de las Fallas la mantienen viva en
este tiempo de soledad.