La crisis española paraliza incluso a las tradicionales estatuas de La Rambla en Barcelona.
Una
moneda al aire decide una apuesta, una moneda a la fuente concede deseos, una
moneda a la pianola consuela un despecho, una moneda al santuario paga la cuota
inicial del paraíso, una moneda al sombrero del artista callejero remunera la
cultura a cielo abierto. Pero hoy en la España que lleva „la crisis“ por
apellido no hay centavos para tirar al pozo, ni para comprar indulgencias, ni
para dar propinas.
Esta
es la historia de un hombre que se petrifica a diario como estatua humana en
esa arteria de Barcelona llamada La Rambla sin mayor expectativa de retribución
que una simple moneda. Su actuación es tan fidedigna que los transeúntes se ven
obligados a tocarlo para comprobar que es una persona y no un bloque de metal;
sin embargo, la recesión está a punto de dejarlo literalmente „parado“.
El arte de paralizarse
El
termómetro marca 35 grados centígrados para la alegría de los veraneantes y el
sofoco de los artistas. A esta estatua el sol le quema la cabeza, la sal del
Mediterráneo le reseca los ojos, el viento de la Tramontana le golpea la cara, el
bochorno le derrite el traje; y aun así, ni suda, ni parpadea, ni se rasca. Puede aguantar más de una hora sin
mover su pose o sus ojos.
Sólo
se le ha visto „cobrar vida“ para perseguir a unos rateros que tras agarrar su
tarro de monedas salieron corriendo por las calles del barrio gótico. El botín volvió
a su dueño con la ayuda del público, y desde entonces la estatua asegura con un
lazo atado al cuerpo su cofre del tesoro.
Quien
haya descubierto por La Rambla a un marinero estático fumando pipa en la proa
de su barco, a una tenebrosa gárgola de alas abiertas o al dios Ganesh
levitando contra todas las leyes de la física se encontrado de frente con el aclamado
presidente de la Asociación de Estatuas de Barcelona, el argentino Fabián López.
Durante
su actuación, Fabián utiliza métodos ancestrales de meditación que aprendió con
la comunidad Hare Krishna en la India y aplica técnicas de yoga como el Trataka
que le entrenan para fijar la mirada. Sólo así puede mantenerse quieto e
imperturbable ante los turistas que lo provocan con morisquetas, gritos y hasta
empujones.
En
la pasarela de La Rambla actúa también una sonriente dama antigua envuelta en
un aparatoso vestido con miriñaque y aferrada con candidez a su sombrilla de
raso y encaje. Está embadurnada con pintura dorada hasta en la caracola de la
oreja. Se llama Ann-Marie y es la esposa de Fabián.
Esta
pareja de argentinos migró a España con sus dos hijas en el año 2004. En Buenos
Aires gozaban de empleo fijo, vivienda con piscina y carro particular, pero tuvieron
la desgracia de perder familiares en atracos a mano armada y de ver cómo la
delincuencia dejaba a un vecino en el hospital, a un compañero en silla de
ruedas o a un pariente en el diván del psiquiatra. No querían vivir con miedo y
se fueron.
Un
amigo catalán que trabajaba como estatua le enseñó a Fabián los secretos del
oficio y lo impulsó a ganarse un espacio en el paseo peatonal más concurrido de
Barcelona donde además compartiría escenario con saltimbanquis, marionetistas,
magos, danzarines y pintores que hacían de La Rambla un referente internacional
de las artes de calle.
Era
una época dorada. Llegaban fotógrafos del mundo entero para hacer libros sobre
las estatuas; periódicos de todos los idiomas acrecentaban la fama de su
talento para engañar el ojo humano, y los paseantes lanzaban con derroche la
moneda al tarro entre aplausos y fotos.
Bien
fuera como caballero, vikingo, ogro o cualquiera de sus catorce personajes,
Fabián lograba recoger hasta 100 euros por día en ese ambiente veraniego y
fiestero de ciudad costera haciendo una labor que paradójicamente le permitía
aislarse de la gente y soltar su mente a navegar en el mar de las ideas. La bonanza,
no obstante, duró lo mismo que un parpadeo.
Estatuas al paro
Al
inicio de la depresión económica en el año 2007 muchos migrantes recién
despedidos de sus trabajos se arremolinaron en La Rambla para conseguir con qué
seguir pagando sus hipotecas. Buscaron en las tiendas chinas disfraces baratos
de súper héroe, monstruo o vampiro y se pararon al lado de colosos profesionales
que habían invertido hasta un año en confeccionar su atuendo y que se
esforzaban por representar un personaje en movimiento congelado con equilibrio
y concentración.
Los
principiantes se embetunaban la cara a toda prisa para obtener lucro cuanto antes,
mientras las estatuas tradicionales le dedicaban por lo menos media hora al
maquillaje y caracterización minuciosa del rostro. A falta de entrenamiento para
quedar paralizados sin pestañear, los nuevos se empeñaron en hacer monerías con
el fin de llamar la atención. El más exitoso de todos ellos era un hombre lobo
con máscara de plástico que asustaba a los transeúntes.
Para
rematar la situación, los carteristas se aprovecharon de la aglomeración de
gente alrededor de las estatuas para desvalijar a los espectadores. El hurto de
billeteras, cámaras y joyas aumentaba conforme se agudizaba el desempleo en el
país.
En
el año 2011 La Rambla estaba tan sobrepoblada que a muchos catalanes les
empezaron a estorbar las estatuas. Ya no las veían como artistas sino como
mendigos disfrazados, okupas del
espacio público, vagabundos que obstaculizaban el paso de los peatones. El gobierno local decidió entonces
hacer un casting para elegir los 30 mejores personajes y darles sólo a ellos el
permiso de actuar.
Fabián,
su esposa y otros artistas, entre ellos también algunos colombianos, ganaron
sin problema el concurso de méritos y obtuvieron su licencia a cambio de pagar un
impuesto anual. Pero justamente ahora cuando la prosperidad parecía estar de regreso,
las autoridades decretaron el traslado de las estatuas desde el corazón de La
Rambla hacia el tramo más degradado y lejano del bulevar llamado rambla Santa
Mónica, al lado del mar, de frente al ventarrón, sin sombra porque casi no hay
árboles y con muy pocos turistas.
„Es
el fin de las estatuas; delicadamente nos están pidiendo que nos vayamos“, dice
Fabián mientras se quita esas pesadas alas de gárgola que dejarían a cualquiera
con dolor de espalda. Después de toda una jornada bajo los rayos del estío, en su
tarro no se ven billetes; sólo centavos que sumados no llegan a 20 euros. Muchos
colegas se han ido ya a buscar mejores esquinas en Europa. Fabián prefiere
actuar por las noches en una discoteca para completar sus ingresos porque tiene
una familia que mantener y un oficio al que no quiere renunciar.
Ser
estatua es un arte que no tiene precio, no se subasta, no se mete al museo,
pero satisface la mirada y estimula la imaginación. Un arte que se compensa apenas
con el estrépito que provoca la moneda al golpear el tarro de la colecta. Lo
insólito es que en la vorágine de la crisis hasta “el suelto” se amarra y las
monedas se atesoran como si fueran doblones de oro del rancio reino español.
Publicado el domingo 28 de julio de 2013 en el suplemento Generación de El Colombiano