La cicatriz del muro en los rostros de Berlín

Hace 20 años cayó el Muro
Los apellidos son una de las claves para descubrir la esencia de los pueblos. Los del portugués, por ejemplo, se regodean en la naturaleza de forma poética; y si nos empeñáramos en traducirlos, el presidente Lula sería el doctor Calamar, Paulo Coelho sería el escritor Conejo y el temible traficante Fernandinho Beira-mar no pasaría de ser Fernandito a la vera del mar.
Por el contrario, los apellidos alemanes designan a su gente de forma práctica y sin mucha lírica según los oficios de un mercado laboral.  Los cuatro apellidos que llenan más páginas en el directorio telefónico son de mayor a menor: Müller (molinero), Schmidt (herrero), Fischer (pescador) y Schneider (sastre).
Sospecho que ese pragmatismo de los alemanes, evidente en sus nombres y en su manera de hablar sin rodeos, de negociar sin regateo y de celebrar sin ostentación, es el impulso que los ha rehabilitado tras dos guerras mundiales y una guerra fría. Del último golpe representado en el Muro de Berlín apenas si queda un moretón.
Queda poco Muro
En estas semanas han llegado a la capital alemana muchos turistas que se bajan de sus buses en estampida, afanados por celebrar el ritual de sonreír y posar para una foto frente al mítico Muro de Berlín. Se apiñan alrededor de un guía, ronco ya de repetir tantas veces una estadística amarga: en 28 años de Muro, al menos 136 personas de la Alemania oriental murieron en el intento de escapar hacia el occidente desde Berlín.
El Muro es el gran símbolo de la Guerra Fría y su caída impulsó el desmantelamiento de los totalitarismos en la Europa del Este. Sin embargo, de él queda muy poquito. Muchos pedazos han sido arrancados por los visitantes que quieren guardar un recuerdo, por los mercachifles que venden retazos de memoria por un euro o por las compañías constructoras que no entienden de patrimonio a la hora de hacer negocio.
Lo más sorprendente es que el Muro sirve hasta de souvenir para los visitantes ilustres. Mientras en otros lados se entregan “las llaves de la ciudad” o algún libro conmemorativo, aquí el alcalde le obsequió hace poco al hombre relámpago Usain Bolt un bloque de Muro original de tres toneladas de peso y tres metros de altura en honor a sus medallas en el Mundial de Atletismo; un regalito imposible de cargar en el equipaje de mano que llegará en barco hasta Jamaica. 
Los turistas regresan a sus buses un tanto desilusionados porque el cine les había pintado una muralla aterradora y hoy se encuentran con un paredón que cumple sin aspavientos su papel de testigo de la historia. Lo que quizás no entienden estos viajeros de vuelta al mundo en ocho días es que Berlín no vive de sacarle plata a una ruina sino de su asombrosa capacidad para volverse a levantar. 
Un museo viviente
Berlín es una ciudad tan verde que si juntáramos todos sus parques tendríamos uno del tamaño de Medellín; y tan desinhibida, que no hay lío en desnudarse para disfrutar un baño de sol en sus zonas verdes. Tiene avenidas enormes diseñadas por sus antiguos verdugos como pasarela para los desfiles marciales y una arquitectura de vanguardia contrastada con monumentos de los tiempos imperiales de Federicos y Guillermos.
Pero en medio de todo este brillo y de toda la plata que ha invertido Alemania en devolverle a la capital su antiguo esplendor, lo que resulta aún más fascinante es que en algunos barrios, donde aún no ha llegado esa ola renovadora, todavía se pueden encontrar edificios centenarios con las fachadas completamente agujereadas por las balaceras de la Segunda Guerra Mundial. 
Esas paredes rotas de aspecto moribundo con ventanas desvencijadas podridas por la humedad revelan las heridas de una ciudad condenada tantas veces a la desgracia, y nos recuerdan la época en que una ideología dominó la voluntad de un pueblo y lo arrastró a la barbarie.  
Edificios así no aparecen en las guías de viajes aunque tienen más valor testimonial que cualquier foto de museo; por eso, quien visita a Berlín con paciencia logra descubrir otros “muros” que conjuran el pasado, como la cárcel amurallada de la policía secreta Stasi, la cual se conserva intacta en recuerdo de los 250.000 presos políticos que tuvo la República Democrática Alemana en sus 41 años de existencia.
A diferencia de otras cárceles que haya visto, esta tiene como particularidad un bloque entero con 230 cuartos de interrogación que bien se podrían imaginar todos aquellos que hayan visto la película ganadora del Oscar La Vida de los Otros. Los antiguos presidiarios trabajan hoy como guías del penal para evitar que se borre la memoria de la represión.
Mi guía es un veterano intelectual que fue arrestado por tratar de escapar al occidente. Su voz se quiebra cuando recuerda a un carcelero de gesto adusto y trato áspero que en las noches pasaba por su celda, cada media hora, para revisar que estuviera durmiendo boca arriba con las manos sobre la sábana. Este guardián de sus pesadillas se montó hace unos años en su mismo tranvía, y al reconocerlo, el guía se paralizó como un juguete que se queda sin batería. El reencuentro con el victimario ha sido el trauma más difícil de superar.
La protesta pacífica
La historia de Berlín: cruel y solidaria; amarga y esperanzadora, ha moldeado una sociedad donde el sentido de progreso convive con la necesaria rebeldía.
Ese espíritu contestatario se adivina en los grafitis que tachan la esmerada ornamentación de la mayoría de los edificios; en los punkis de atuendo estrafalario que rechazan la pulcritud de un país donde impera el orden; y en los indigentes que, sin aguantar hambre como los del mundo pobre, se desparraman en las aceras con su familia de perros a contrariar el acelerado mundo de la productividad. Lo particular es que reciben muchas monedas, no por piedad de su vagancia sino por compasión con los animales porque aquí los perros gozan de cochecito, ropa y guardería como los bebés.
A la capacidad ciudadana de convertir la inconformidad en Revolución Pacífica se le atribuye el movimiento social que tumbó el Muro hace 20 años. Esa tradición de protesta no violenta quedó tan arraigada que al menos una vez por semana hay alguna marcha en Berlín y es común que los padres lleven a los niños para sembrar en ellos el hábito de la expresión pública.  Antes protestaban contra la restricción de libertades, ahora lo hacen principalmente contra la contaminación del planeta que heredarán sus hijos.
Sin embargo, no todas las marchas son bien recibidas. Hace un par de semanas unos 750 jóvenes de ideología nacionalsocialista, señalados popularmente como neonazis por su doctrina de racismo y rechazo al migrante, desfilaron por el centro vestidos de negro desde la gorra hasta las botas para protestar por la golpiza que había recibido uno de sus miembros.
La marcha era lícita porque el derecho de reunión es constitucional y porque el discurso se cuidaba del delito de exaltar a Hitler. Pero por más legal que fuera, cientos de ciudadanos salieron a las calles para oponerse a sus arengas, para abuchearlos y para recordarles que el país quedó hastiado del fascismo; casi todos traían colgado del cuello un silbato grande como de árbitro de fútbol cuyo sonido al unísono daba la idea de un país entero chiflando la insensatez.
Es cierto que los fascistas son menos que una minoría; y es cierto también que sólo tienen alguna presencia política en pueblos encerrados y empobrecidos de la antigua Alemania oriental. No obstante, el ruido que hacen sus seguidores sumado al cubrimiento que les dan los medios de comunicación hacen que su movimiento parezca mayor de lo que realmente es.
Conmemoración sin pompa
En esta época de conmemoración de la caída del Muro, basta encender la tele para encontrar a cualquier hora en algún canal Adiós a Lenin, una película que los berlineses adoran porque retrata con humor y fina ironía el cambio de sistema.
En la radio suenan los éxitos ochenteros de Pink Floyd, Michael Jackson, Bruce Springsteen y tantos otros artistas que con sus canciones también ayudaron a tumbar un pedacito de Muro. Muchos lo hicieron por solidaridad, pero otros aspiran a mayores reverencias, como el musculoso David Hasselhoff -galán de los enlatados Guardianes de la Bahía y El auto fantástico- quien se indignó al no ver fotos suyas en los museos y exigió que colgaran alguna en gratitud por un concierto que ofreció en los tiempos de la división.
El 9 de noviembre de 1989 miles de berlineses se plantaron a lado y lado de la Puerta de Brandenburgo y lograron derribar sin violencia las barreras que los separaban. En recuerdo de su valentía hoy se realizan actos culturales y jornadas de la memoria que invitan más a la reflexión que a la fiesta patriotera. Atrás quedaron los discursos enardecidos, los desfiles militares y las bandas marciales. La historia les ha enseñado a los alemanes a usar la palabra “patria” con prudencia, a no disfrazar de “nacionalismo” el temor por el vecino y a no desgastar el uso de una bandera.

El reto de este aniversario es empujar la economía en las regiones del lado oriental donde muchas personas, rezagadas del progreso tras la reunificación alemana, han empezado a añorar su antiguo régimen de influencia soviética con un sentimiento de “Ostalgia” (nostalgia del Este). En Berlín, por ejemplo, el mapa electoral delata una metrópoli que en términos políticos sigue partida en dos: medio Berlín votó por la izquierda y la otra mitad votó por los cristianos demócratas.
Sin embargo, esa distancia política no tiene ningún impacto en la convivencia ciudadana. El berlinés no te pregunta tu partido para ofrecerte un empleo ni te recibe con un portazo sólo por ser extranjero; por el contrario, es cosmopolita, abierto y conciliador, digno merecedor del premio Príncipe de Asturias a la Concordia que le fue otorgado.
Para descubrir el encanto de la Berlín actual basta con caminar sin rumbo y sin libreto puesto que la ciudad se ha preocupado por instalar placas, monumentos o audioguías en varios idiomas en cada pequeño rincón donde hubiera ocurrido algo relevante en tiempos de la guerra o de la revolución pacífica.
Vale la pena también matricularse por un día en la doctrina ambiental de sus habitantes y seguir su costumbre de moverse en bicicleta, un hábito que les ha activado tanta pericia que incluso he visto mujeres que dejan el manubrio suelto para limarse las uñas de las manos mientras pedalean a toda velocidad.
El rito de iniciación para involucrarse con Berlín incluye la visita a sus mercados de las pulgas, a sus bares sin música y a los muchos ventorrillos que ofrecen como manjar la tradicional salchicha curry al estilo berlinés: un embutido en trocidos ahogado en salsa de tomate con guarnición de papa frita, similar a esa delicia que con el nombre de “choripapa” se come en el centro de Medellín.

¡Saluditos desde Berlín!
Crónica publicada el domingo 1 de noviembre en el suplemento Generación del periódico El Colombiano

HOY NO ME PUEDO LEVANTAR

UNA CRÓNICA APTA SÓLO PARA FANÁTICOS DE MECANO


La primera estrofa del himno de los optimistas dice que todos los sueños están al alcance de la mano y que basta con desear algo de corazón para que, con tan sólo un chasquido de dedos, el deseo se materialice como por milagro del genio de la lámpara.

Si me permitieran cantar ese himno con la certeza de ver convertido en realidad mi sueño más profundo probablemente no invocaría la paz del mundo porque al fin y al cabo ya hay demasiados presidentes, profetas y reinas pidiendo lo mismo sin ningún resultado satisfactorio; quizás tampoco materializaría el amor eterno porque en todo caso lo que mantiene viva una relación no es la seguridad del afecto sino el empeño en no perder el interés del otro.

Aún a riesgo de ser juzgada por mi atrevida frivolidad, lo único que pediría es aparecer de pronto, por obra y gracia del chasquido, en la primera fila, ubicación centro, con amigos de juventud, en un concierto del grupo Mecano.

Pero eso no va a suceder, y por eso prefiero unirme con regularidad al coro de los pesimistas. Nacho Cano, José María y Ana Torroja dieron su último concierto hace exactamente 17 años en un septiembre tibiecito como este. Desde entonces anunciaron su disolución y han mantenido su palabra, aún cuando han pasado por malos negocios, divorcios millonarios o multas exorbitantes por evasión de impuestos que han diezmado las ganancias que alcanzaron juntos. Esa palabra sellada los diferencia de bandas como los Soda Estéreo que ya tienen la costumbre de ejecutar cada cinco años un concierto de despedida, con la promesa de que será el último, para poder cobrar más caro por las boletas y así empujarnos a que les paguemos por adelantado la jubilación.

Mecano fue el grupo de las primeras conquistas, de la tusa adolescente, de las fiestas de garaje, de las tertulias de viernes. Compré todos sus discos en la época del vinilo y los volví a comprar en los tiempos del aluminio; me aprendí de memoria sus letras, canté sus éxitos en las juergas de primíparos y recité sus estrofas en las tabernas de universitarios. Sin embargo, a pesar de mi evidente fanatismo y de las mesadas que invertí en comprar sus afiches, nunca pude verlos en concierto. En Medellín no estuvieron, y lo único que recuerdo de su paso por Colombia fue una malograda interpretación de Me cuesta tanto olvidarte a punta de doblaje en el Show de Jimmy, con entrevista posterior orientada por los meros Recochan Boys.

Para calmar la nostalgia de Mecano después de la ruptura del grupo le gasté boleta a un concierto de Ana Torroja, pero su voz me sonó hueca sin la guitarra de José María y sin los teclados de Nacho. A este último le compré su primer disco en solitario, pero extrañé las letras de su hermano y el tonito agudo de la amiga. En fin, con el paso del tiempo mi sueño juvenil de verlos en vivo se vinagró…


Pero, amigos, el fin de semana pasado experimenté algo así como una redención eufórica cuando me encontré con más de 200 fanáticos de Mecano en una función del musical Hoy No Me Puedo Levantar que está de gira por Barcelona. Quienes nos declaramos entusiastas seguidores del grupo reconocemos en esta canción no sólo su primer sencillo sino la expresión de unos muchachos españolitos que en plena época de transición a la democracia y justamente en el año del golpe militar decidieron abrir su boca… para cantar sobre frivolidades, es cierto; pero por lo menos abrieron la boca.

Es el año 1981. La dictadura aún extiende sus garras como un león rabioso, apenas amarrado con un lazo, que amenaza con sus rugidos la estabilidad de una democracia en proceso de restauración. El miedo silencia a muchos pero el poder de los artistas impulsa la revolución cultural que hacía falta para consolidar el sistema político.

Mientras los cantautores, tipo Serrat y Aute, siguen denunciando la barbarie para que las historias de represión no se repitan, en Madrid se cuece un movimiento que se conocería después como “La Movida” y que incluye las películas de un director en ciernes que empieza a romper los tabúes de una sociedad solapada (Pedro Almodóvar), los diseños de una jovencita que se atreve a ponerle color a la ropa de un país acostumbrado a vestir de negro (Ágatha Ruiz de la Prada) y la música de cantantes que con letras desparpajadas y pintas extravagantes vaticinan el derrumbe del pundonor en el reino de la mojigatería (Alaska, entre muchos otros). Un cocido madrileño con sabor a cambio y libertad.



El ambiente de ese convulsionado año 1981 es el pretexto para el libreto del musical Hoy no me puedo levantar basado en las canciones del grupo Mecano. Todas las sillas de terciopelo carmesí del teatro Tívoli están ocupadas. Sus palcos de estilo barroco con molduras doradas registran lleno total, al igual que la platea. El público aguarda en silencio el inicio de la obra, luego estalla en aplausos cuando el protagonista sale a escena, repite el jolgorio cuando aparece el actor secundario y revienta en gritos cuando suena la primera canción. La gente está emocionada, aplaude y aplaude sin considerar que todavía faltan tres horas y media de palmoteo.



Los protagonistas del novelón se llaman Mario y María y trabajan en un bar llamado “El 33”, homenaje legítimo a Cruz de Navajas. El conflicto del chico es conquistar la fama y el drama de ella es conquistarlo a él. Alrededor de ellos otros personajes enfrentan los problemas de la época como llegar a la gran ciudad, salir del clóset, dejar las drogas, evitar el sida y alcanzar el sueño de convertirse en Rolling Stone. (No más detalles de la dramaturgia para no dañarles la sorpresa si ven la obra).

En el teatro hay muchos niños. Se nota que les encanta la primera etapa de Mecano porque cantan a coro canciones como Maquillaje, Me colé en una fiesta o Perdido en mi habitación, escritas casi todas por Nacho Cano. Particularmente prefiero las letras de José María porque son cuentos breves (Aire, Hijo de la Luna, Mujer contra Mujer o Naturaleza Muerta) con un manejo genial del idioma… que tal la frase “Amar es el empiece de la palabra Amargura”.

Entono las canciones desde mi sillita de terciopelo mientras miro a lado y lado para ver si soy el único mosco en leche que canta a grito herido. Una vez y otra vez compruebo dos asuntos importantes: primero, que a los españolitos de mi generación tampoco les da pena tararear en voz alta las canciones con las que crecieron; y segundo, que pese a mi devoción por el grupo hay fanáticos más fanáticos que yo.



En 200 minutos de espectáculo tienen cabida casi todas las canciones que conocemos. Lloramos con el drama de Quédate en Madrid, nos enrumbamos con Hawaii Bombay, soñamos con Dalí y nos reímos con las ocurrencias de No es serio este cementerio. Aunque en estas obras los asistentes no suelen pararse a bailar, hay un momento de euforia total cuando la compañía entera canta y baila Un año más. Del techo caen serpentinas, desde los balcones se desperdiga confeti, el público brinca y se abraza como si de verdad el año nuevo hubiera llegado ya y el ambiente de celebración es tan genuino que no es posible contener las lagrimitas de más.



Para ser justos con el arte, hay que decir con honestidad y sin vinagrar la crónica que el libreto tiene aires de sociodrama escolar, que los cantantes apenas si clasifican para un reality de novatos, que las coreografías son tan simples como una rutina de aeróbicos en el gimnasio y que las escenografías distan mucho de acercarse a Broadway, a pesar de que la boleta vale lo que en Nueva York.

A pesar de todo esto, los personajes resumen tan bien el espíritu de los que crecimos en los años ochenta que la obra termina siendo un retrato inolvidable de nosotros mismos. Nunca lograré ver un concierto de Mecano ni aún entonando cien veces el himno de los optimistas, pero al menos esta comunión de fanáticos nostálgicos reunidos en Barcelona por la fuerza del destino me hizo vivir la ilusión de estar al frente del trío que supo describir con melodías y letras las confusiones de mi juventud.

Aquí los dejo con el video de La Fuerza del Destino. Nacho Cano y Penélope Cruz